Mi primera experiencia en geriatría

Miércoles, 4 de abril de 2018

por diariodicen.es

Recién acabada mi carrera de Diplomada en Enfermería, y orgullosa de conseguirlo, me dispuse a enviar el currículo por la zona. Fui a una residencia geriátrica que tenía un puesto de enfermera. Quería trabajar, era mi ilusión, pero no tenía experiencia.

Dejé mi currículo y, para mi sorpresa, tras dos días recibí una llamada. “Buenos días, le llamo de la Residencia SR, es por su currículo de enfermera. ¿Podría venir a hacer una entrevista?” Contesté rápidamente: “Sí, claro”. ¡Increíble, me habían llamado para mi primera entrevista!

Tras hablar un rato con la directora, me dijo: “Empiezas esta misma semana”. ¿Qué…?, ¿cómo…?

“Tranquila, te ayudaremos, porque estarás sola. Tu compañera se va de vacaciones”. ¡Vaya marrón!, pensé, ¿y si tengo dudas? Para mi sorpresa, la directora era también enfermera. No sabía si eso era bueno o malo, ¿si tenía alguna duda tendría que preguntárselo a la “jefa”? Y qué pensaría de mí.

Desde el primer día tuve una gran ayuda por su parte, a la cual he de reconocer como gran profesional enfermera.

Mi primer día fue agotador. ¿Cómo dar medicación a 60 personas mayores sin conocerlas? Elaboré un croquis con sus sitios en los comedores, señalando características de cada uno: Florencia, silla de ruedas, viste de negro; Julián, chasca dientes, etc.

Poco a poco fui aprendiendo sus nombres y parte de su historial médico. Pasaba la tarde cargando pastillas de distintas formas y colores en aquella bandeja interminable de pastillero, se me juntaba con la consulta médica, modificando hojas de medicación, atendiendo a sus demandas, etc.

Por suerte, fui cogiendo la rutina y ya tenía tiempo de hablar y conocer a esas personas a las que apenas podía dirigirme al principio. Me encantaba escucharlos. Recuerdo cuando me acerqué a una señora vestida de negro, muy seria, Vicenta se llamaba. Ni siquiera me miró. No sabía el porqué de esas formas, si yo no había hecho nada. Me senté a su lado y yo misma me pregunté: “Y ahora, ¿qué hago?”. Simplemente puse mi mano encima de la suya, la señora me la cubrió y se echó a llorar. “Hija, estoy muy sola”, me dijo. Un día decidió contarme su historia. En ese momento sentí que eso también era mi trabajo.

Pasaron los días y me fui ubicando, fui aprendiendo de esas personas a un ritmo inesperado y enseguida pude ir conjugando todo lo que había estudiado con su realidad. Julita, la novia de Zapatero, del que se pasaba el día hablando y dando besos a las fotos del móvil. Era gruñona como ella sola, pero al final se rendía siempre si le hablabas de chicos. Cándido, todo un Don Juan, perdió hace años a su amada esposa y desde entonces no se rendía a volver a encontrar el amor. Se enamoró de una compañera, cayó frustrado por no ser correspondido. Agustín, residente válido, también viudo que entraba y salía del centro. Todos los domingos que me tocaba trabajar, cuando iba a salir me decía: “¿traigo churros?” Telesforo, un adorable gruñón, era puro cariño, enganchado todo el día a su concentrador de oxígeno, estaba allí con su mujer, Fausta, encantadora y con sus “asfixios”, como decía Telesforo. Fátima, su nieta, día tras día allí estaba con ellos, con gran vocación. Empezó a estudiar auxiliar de Enfermería, aún recuerdo las tardes en el salón del centro, explicándole los tipos de diabetes o las funciones del sistema circulatorio. Se tituló como auxiliar y fue contratada.

Podría seguir recordando a Matilde, Sagrario, Ángel, personas que en su mayoría se sentían abandonadas a su suerte, pero que jamás perdieron su sonrisa y su capacidad de querer. En los tres años que formé parte del centro, recibí más abrazos y besos que en toda mi vida. Tanto es así que cuando me fui, la mayor pérdida fueron esas muestras diarias de afecto, hasta creo que tuve un particular síndrome de abstinencia.
Aprendí que no solo curar y administrar medicación eran parte de mi rutina. Aprendí a escuchar, aprendí que una caricia, un beso, un abrazo calman más que un paracetamol.

Seguro que en el camino cometí muchos errores, pero mi sentir vocacional y mi formación marcaron el camino para encontrar las respuestas y soluciones al trabajo diario y poder hacer más agradable la vida de esas personas que tanto me proporcionaban. Aunque el primer día de nada me valieron todos los libros aprendidos, poco a poco fui encontrándoles sentido.

Allí asenté mis principios, aprendí a ser mejor persona y, sobre todo, aprendí algo fundamental: A SER UNA PROFESIONAL.

Hidalgo Cabanillas M. Mi primera experiencia en geriatría. Metas Enferm mar 2018; 21(2):79-80

enfermera, enfermería, Geriatría, pacientes

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