Relato enfermero: Cuando la muerte se convirtió en una rutina

Miércoles, 24 de noviembre de 2021

por diariodicen.es

Relato enfermero: Comenzaré mi historia relatando cómo comenzó la pandemia en mi hospital y la dureza de la situación que vivimos en marzo y abril del pasado año. Sentimientos y experiencias comunes que hemos vivido miles de enfermeras en las UCI, en Ifema, en plantas covid, en urgencias…que si bien son todas ellas diferentes, reúnen un nexo común: la desolación.

La llegada de pacientes convierte Ifema en un hospital provisional. | Gtres
La llegada de pacientes convierte Ifema en un hospital provisional. | Gtres

El mío es un pequeño hospital de trescientas camas que, en pleno corazón de la Mancha, abarca un gran número de poblaciones. Este hecho nos convierte en hospital de referencia. En marzo del 2020 nos convertimos en el dique contra el que choca un tsunami cuando toca tierra, nos tragó literalmente y fueron muchos los que murieron ahogados por aquella enorme y aterradora ola.

Miro hacia atrás y los recuerdos me llegan en forma de flashes. Silencio en las calles, colas de ambulancias en la rampa de urgencias, más silencio en los vestuarios, plásticos en los boxes de uci haciendo las veces de puertas, respiradores pitando, intensivistas agotados, helicópteros yendo y viniendo…A las ocho de un día cualquiera, desde el box 3 de mi UCI, recuerdo escuchar las sirenas de los coches de policía, protección civil, ambulancias, etc… cada tarde, pasaban por la rampa de urgencias a modo de aplauso y por un instante dejaba de sentirme sola debajo de un EPI agobiante. Nunca tuve oportunidad de darles las gracias, lo hago ahora con estas palabras. ¡Gracias!.

No quisiera centrar mi relato en lo que vivimos en la Mancha Centro, porque este ha sido un acontecimiento global e impactante que ha unido a toda la humanidad frente a un enemigo común: la crisis del COVID-19.

Para la población general, el coronavirus trajo consigo nuevas palabras a las que sanitarios y legos tuvimos que acostumbrarnos rápidamente: cuarentena, PCR, COVID, confinamiento, respirador…Nos habituamos a escuchar a diario una palabra que, conocida por todos, se repetía una y otra vez: Muerte. Pero era una muerte más dramática, si cabe, de lo que estamos acostumbrados pues se trataba de una muerte en masa y en la más absoluta soledad. Me atormenta pensar lo que pasó por la mente de aquellos primeros pacientes de COVID en marzo del 2020, una mezcla de tristeza, miedo, soledad, sensación de muerte inminente, desconcierto e incredulidad. Estas palabras que por separado asustan mucho, unidas nos dan una idea de la magnitud de la situación que se vivía en el interior de las habitaciones de cada uno de los hospitales de nuestro país. Estremecedor.

Paralelamente en sus hogares, cientos de familias esperaban una llamada las veinticuatro horas del día. Una llamada que realizaba un médico apresurado, agobiado por la ausencia de tiempo para explicaciones extensas, conocedor del impacto de cada una de sus palabras. Durante la espera de noticias debían enfrentarse a una avalancha de titulares fatalistas, que a través de redes sociales, televisión, whatsapp, etc.. les provocaba más angustia aún.

Continuamente cifras de fallecidos acompañadas de historias desgarradoras, imágenes de filas de coches fúnebres, entierros en soledad… familias inmersas en esa maraña informativa esperando una llamada que no llega y cuando llega no trae buenas noticias. No debemos olvidar que esos números eran personas llenas de vida y de proyectos, jóvenes que no disfrutarán de una vida que tenían por delante, mayores que se han marchado en la más absoluta soledad y en ocasiones sin una muerte digna. Hablo de madres, padres, hijos, hermanos… que a día de hoy son incapaces de superar una pérdida tan traumática, y es que los vieron salir caminando de sus hogares, no pudieron acompañarlos en su enfermedad, no estaban ahí para tomar su mano cuando empeoraron y tampoco los pudieron acompañar en su muerte. Nadie debería morir solo.

Las enfermeras somos cuidadoras, investigadoras, docentes, también curamos y en esta pandemia lo hemos seguido haciendo, pero sobre todo hemos acompañado. Y no hemos trabajado solas, pues cada una de las piezas que componen el equipo sanitario lo han hecho igual que nosotras. He sido la última persona que han visto muchos pacientes antes de ser intubados, he visto el miedo en sus ojos y he apretado fuerte su mano mientras le susurraba que estaría a su lado hasta que se durmiera y después también, no iba a estar solo.

Pero, ¿qué pasa con las familias? ¿Saben ellos que su ser querido no ha partido solo, que hemos estado ahí para apaciguar sus miedos?. La respuesta es no, no lo saben, y lo necesitarían para elaborar un duelo y poder continuar viviendo en paz consigo mismos. Pues la culpa que llegan a sentir las familias por no estar junto a los suyos puede atormentarlos de manera extrema.

Hace un mes la vida me dio una gran oportunidad, pude ayudar a una familia a empezar a elaborar su duelo meses después del fatal desenlace.

Miguela es una enfermera de la UCI pediátrica, nos conocemos hace poco tiempo pero tengo claro que es de esas personas que la vida pone en tu camino por algún buen motivo. El pasado verano creó un vínculo especial con la mamá de un bebé prematuro que ingresó en su unidad, Bruno. El padre de esta mamá falleció en mi UCI el mes de Junio del pasado año, ella vivió la enfermedad e ingreso de su padre estando embarazada de Bruno y cuando él falleció su bebé decidió venir a este mundo varios meses antes de lo que debería.

El ingreso de Bruno y toda la problemática que rodea a un gran prematuro no permitió a su madre asimilar lo ocurrido con su padre, y no fue hasta que Bruno estuvo fuera de peligro cuando llegó el momento de enfrentarse a la ausencia, sólo entonces fue consciente del gran vacío que había dejado su partida.

Miguela, conocedora de mi paso por UCI, nos puso en contacto. Ella necesitaba respuestas y yo podía contestarlas. Supongo que debió costarle muchísimo hacer esa llamada.

Eran muchas las preguntas que se hacía, interrogantes que no le permitían avanzar, sentimientos de culpa, ¿qué habría pasado si…?,me transmitía sentir que lo había abandonado, ella creía que su padre se fue sin entender por qué su familia no estaba allí con él.

Lo primero que le pregunté es cómo podía ayudarla y enseguida me di cuenta que lo que más necesitaba es que la escuchara. Se me ocurrió contarle que las cartas que envió a su padre se las leí al oído apoyada en su cama, no podría asegurar que él podía oírme, pero aún así lo hice en varias ocasiones. Mantuve muchos monólogos con él, algunas veces le contaba que el cristal de su box estaba lleno de fotos de su familia, en otras ocasiones le hablaba de su nieto mientras miraba la ecografía pegada en la pared, en otra ocasión le expliqué por qué su familia no podía estar allí y que continuamente hablábamos con ellos por mail intercambiando fotos y cartas para él, mensajes de ánimo que recibía cada día y que cuidadosamente colocábamos en el cristal. Le animaba a continuar, le decía que cuando despertara le quitaríamos el tubo que tenía en la boca, que podría hablar y podría ver cómo estaba decorado su box. No fui la única, lo que yo hice lo hicieron otros tantos compañeros. Y no solo con él, con todos nuestros pacientes.

No sé si mis palabras le dieron la paz que buscaba pero me reconforta pensar que aporté algo de luz a la oscuridad en la que vivía esa hija. Ojalá mas “Miguelas” en este mundo, ojalá mas hijas que puedan hablar con la enfermera que cuidó a su padre. Ojalá normalicemos este virus y nos permitan el acompañamiento en el último adiós.

A veces me cuesta trabajo gestionar la rabia, me enfado muchísimo cuando veo imágenes de fiestas clandestinas, manifestaciones, personas incumpliendo las normas, cuando leo testimonios negacionistas. Porque mientras veo esas imágenes o leo esos comentarios, vienen a mi cabeza Jose Manuel, Sara, Justo, Manuel, Alberto… el virus truncó sus vidas y dejó fuertemente herida las de sus familias y me parece tan injusto…

Tengo que dar las gracias a mi familia, que siempre me levantó cuando mis fuerzas flaqueaban, a mis compañeras por ser mi bote salvavidas y a Elena, nuestra psicóloga en la uci, porque sus palabras calmaron muchas tempestades.

Esta es mi historia, no es la de ninguna heroína, es la historia de una enfermera vivida durante una pandemia.

Autor: Virginia Soto Barrera

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