El silencio

Miércoles, 21 de enero de 2015

por diariodicen.es

 

“La vida es como una gran función de teatro en la que a veces somos los protagonistas y otras veces los actores secundarios, en ocasiones permanecemos simplemente como meros espectadores. Está en nosotros cambiar el curso de los acontecimientos siempre y cuando la función aún no haya terminado”.

Hace un par de años le diagnosticaron a mi tío un tumor en el páncreas, cuando los médicos hablaron con la familia no les dieron ningún tipo de esperanza, ya no había nada que hacer. Era una persona alegre y vital, una persona luchadora y muy unida a su familia.

Al volver la vista atrás no estoy del todo segura de que las cosas se hicieran de forma adecuada, pero supongo que no hay manera alguna de saberlo. Todo comenzó con una pequeña mentira. Es cierto que el día que lo llevaron a urgencias mi tío tenía una infección, pero cuando le hicieron la ecografía los médicos vieron que lo que le provocaba dicha infección era un tumor enorme en el páncreas, fueron esas las palabras que utilizaron.

Enseguida mi tía pensó que era mejor no decírselo, que con el tiempo y según se desarrollaran los acontecimientos buscaría la manera de hablar con él. A partir de este momento todo se tiñó de un ligero color gris y las mentiras empezaron a formar parte de su vida diaria. Cuando mi tío reunía el valor suficiente para hablar con el médico, este respondía con un lenguaje técnico y complicado que no lograba entender.

No digo que la situación de mi tía fuera fácil, el silencio la estaba matando, pero creía que era lo mejor para su marido. Pasaba muchas noches llorando en el baño para que él no la viera, sus hijas vivían en Madrid y venían a Orense todos los fines de semana desde que habían ingresado a su padre, pero ella se sentía sola.

Al mes y medio de estar ingresado le dieron el alta, se fue para casa con la infección resuelta y sin ningún tratamiento aparentemente, aunque le habían colocado una prótesis para evitar que se le volviera a obstruir el conducto biliar. Cuando mi tío volvió a casa fue como si hubiera vuelto a nacer, el mes y medio en el hospital lo había dejado muy demacrado, estaba muy delgado y pálido, solamente poder dar un paseo por las calles de su pueblo le hacía sentirse mejor. Pensó que con el tiempo empezaría a engordar y a sentirse con más fuerza, que había sido una mala racha pero ya todo había pasado; de vez en cuando tenía que ir al médico para hacerse una analítica y una TAC, “para controlar la infección”, pero no le importaba.

Un día se levantó temprano, se puso la ropa de trabajo y fue a la finca que tenía al lado de su casa para plantar las patatas, a mitad de la mañana empezó a encontrarse mal, avisó a su mujer y ella llamó a la ambulancia que lo llevó directamente al hospital.

Esta vez no lo ingresaron en la planta de digestivo, estaba en otro edificio que no conocía. Se encontraba tan cansado que enseguida se quedó dormido y no pudo ver a dónde lo llevaban. Mi tía llamó a sus hijas al día siguiente para que fueran a hablar con el médico, había que tomar algunas decisiones y ella no se sentía capacitada para hacerlo, mis primas me pidieron que fuera con ellas y así lo hice. A la una del mediodía nos encontrábamos frente a la puerta del despacho del jefe de oncología, nos atendió muy amablemente y nos explicó la nueva situación. El tumor seguía creciendo y había dos opciones, iniciar un tratamiento con quimioterapia paliativa que alargaría en unos meses su esperanza de vida (pero con algunos efectos secundarios que había que valorar) o dejar que la enfermedad siguiera su curso.

La decisión estaba clara para mis primas, lo mejor sería seguir con el tratamiento. La verdad es que no las culpo y en su situación yo no sé lo que hubiera hecho, el futuro era incierto y el presente era lo único a lo que podían aferrarse. El médico les aconsejó que hablaran con su padre y le explicaran la situación, pero ellas se negaron rotundamente. Ya era demasiado tarde.

Los días iban pasando y cada vez mi tío se encontraba más bajo de forma, era incapaz de comer a pesar de los enormes esfuerzos que hacía por retener algo en el estómago y pasaba la mayor parte del día en la cama, su rutina diaria transcurría entre las largas sesiones de quimioterapia y su habitación.

No sé en qué momento fue consciente de lo grave de su enfermedad, tal vez fue el primer día que acudió a la sala de hospital de día, al ver a aquellos pacientes sentados en los sillones con los goteros colgando que hablaban sin tapujos de su enfermedad con la esperanza de vencerla, o cuando se sucedían aquellas largas conversaciones entre sus hijas y su esposa con la puerta de la cocina cerrada, o aquellas visitas de familiares con un cierto sabor a despedida. Mi tío se fue apagando, estaba encerrado en sí mismo, pasaba la tarde viendo la televisión y no hablaba con nadie.

El día 10 de octubre de 2012 recibí una llamada a las tres de la tarde, era mi tía, estaba asustada y lloraba desconsoladamente, no entendía nada de lo que me decía, solamente me suplicaba que fuera corriendo al hospital. Cuando llegué a la habitación mi tío no estaba y me temí lo peor, sentada en una esquina la vi, me dijo que se lo habían llevado a radiología porque había empezado a sangrar por la boca, bajé corriendo, estaba muy delgado y le costaba respirar, fui a darle un beso y me dijo: “Diles que les quiero”.

Dos días después celebramos su funeral, cuando mi tía fue al notario para arreglar los papeles se dio cuenta de que el testamento había sido cambiado en el último año.

Ahora miro hacia atrás y pienso en todos aquellos momentos en que él giraba la cabeza y miraba hacia otro lado para no ver todo lo que pasaba a su alrededor, cuántas veces pude hablar con él y no lo hice, lo solo que se debió sentir y en cierto modo su gran generosidad al respetar la decisión de su mujer y de sus hijas, pero el muro que crearon entre ellos ya nunca se derrumbaría.

Fuente de consulta: Peña García A. El silencio. Metas Enferm nov 2013; 16(9): 76-77

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