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Metas de Enfermería

Metas de Enfermería

DICIEMBRE 2012 N° 10 Volumen 15

Abre mis puertas

Sección: Relatos

Cómo citar este artículo

Valbuena Prats A. Abre mis puertas. Metas de Enferm dic 2012/ene 2013; 15(10): 70-71

Autores

Ángel Valbuena Prats

Diplomado en Enfermería.

Contacto:

C/ Jerez, 56. 28016 Las Rozas (Madrid).

Email: angel.valbuena@live.com

Titulo:

Abre mis puertas

Siento la incomodidad en mis ojos bombardeados por luces que pasan intermitentemente sobre mi cabeza. Los focos del pasillo por el que soy trasladado parecen no tener fin. Como si fuera un pozo insondable, mi espíritu cae por un abismo horizontal. Los lamentos de mi mujer ya no se oyen en el eco de las paredes y las sirenas de las ambulancias han dejado de definir las calles cercanas al hospital. En la relatividad del tiempo, y sin conocer mi destino, solo puedo cerrar los ojos y trasladarme al pasado con la esperanza de encontrar mi realidad, un punto fijo en el horizonte que me oriente sobre lo que me ha sucedido y por qué.

Ya han pasado, si no me falla la memoria, 20 años desde que me diagnosticaron una extraña enfermedad llamada Parkinson. Por aquel entonces solamente me dijeron en qué consistían los síntomas, que no tenía cura y que tendría que tomar muchas pastillas, hasta hoy. Sin embargo, jamás me prepararon para esto.

“Hola, vengo de la General. ¿Dónde le pongo?” Con mis ojos cerrados intuí que esa voz procedía de mi conductor, un hombre de edad madura, posiblemente de baja estatura, porque sentía su voz muy cerca de mi cabeza.

“Pues, déjame pensar”. Esta vez la voz era de una mujer joven, seguramente una enfermera. “En la quince. ¿Pero cómo?, ¿está dormido?”

Supongo que podría haber abierto los ojos para demostrar que no estaba dormido o presentarme para que pudieran conocerme mejor, pero estaba muy cansado y hacía meses que no tenía la fuerza necesaria para coordinar la expresión que ofrece una palabra.

La voz femenina golpeó fuertemente sobre mí, acompañada de un leve zarandeo en mi hombro que a mí me pareció un terremoto: “Santiago, soy Paz, su enfermera. ¿Puede oírme?”

Abrí los ojos y busqué la voz que me llamaba y encontré a una mujer joven, más de lo que me había imaginado. Podría ser mi nieta, pensé. La enfermera empezó a preguntarme en tono infantil cómo me encontraba y si sabía dónde estaba. Evidentemente sí lo sabía, pero no pudo entenderme cuando dije dos sencillas palabras: “estoy bien”. En su lugar salió un gemido ahogado, seguido de un gorgoteo y un ataque de tos que me recordaba que hoy, como cualquier otro día, me había tomado la medicación, pero ésta, en vez de seguir su itinerario habitual, optó por girar a la izquierda y adentrarse en mis bronquios.

“Neumonía”, oí decir a otra joven enfermera un rato atrás. Me sentí demasiado cansado para intentarlo de nuevo. “Ya veo”, concluyó mi cuidadora. “Este hombre debe de tener demencia, voy a verlo en su historia y luego pasaré a verle con más calma”.

Sin voz ni fuerza en mis manos, ni habilidad, ni facultades para tragar. Lo que los médicos me definieron como una enfermedad, se ha ido convirtiendo en mi prisión. Tras sus barrotes tuve que contemplar cómo me iban quitando todo cuanto había amado en mi vida y el reloj del tiempo parecía ser el temblor que recorría mi cuerpo incesantemente y con gran precisión. Desconsolado, invoco lágrimas que me recuerden lo que un día hacía con maestría: la prosa y la poesía que mis padres Unamuno, Baroja, Becker y Machado me enseñaron. No poder escribir, ni cantar, ni recitar no te lo quita lo que llaman enfermedad, sino la auténtica enfermedad: la incomunicación, el funeral de tus virtudes, el no poder decir te quiero o lo siento, encontrarse en el final y ya no tener fuerzas ni para levantarse a verlo.

Bajo la luz de unos focos, en un cuarto sin ventanas, ensordecido por el ruido del gas que alimenta mis pulmones, solo y sin más tiempo que el que marca el fiel temblor de mis manos, únicamente puedo tumbarme a pensar y a rezar. La muerte es la piedra angular de la fe de un escritor, el amor es la base y toda persona que haya abierto su corazón a la lírica ha profundizado en ambos tratando de encontrarse, tratando de comprender el significado de la vida y el fin de ésta. Hoy a llegado el momento de concluir, me temo, y será mi evangelio final, el único tesoro que no podré compartir con nadie, pues mi voz, como ya he dicho, está ahogada y mis manos atadas.

Pese a que mi cuerpo parece estar quieto, mi entorno es un ir y venir del más diverso barullo y movimiento. Médicos, enfermeras, especialistas, celadores, incluso mi esposa, a la que han dejado ver durante unos minutos a quien fuera su compañero de vida durante cuarenta y cinco años. Todo se mueve a mi alrededor demasiado rápido, pero cada vez más lejano.

El encarnizamiento me recorre el cuerpo y lo atraviesa: sondas, agujas y catéteres que reciben pobres gestos de dolor y desagrado, que enseguida quedan perdidos en el vacío. Los ojos de mis visitantes solo anidan brevemente en su objetivo más específico, ladinos y esquivos ante los míos, que son los únicos amigos que aún no me fallan en el don más humano que es la comunicación y a través de los cuales puedo observar que no estoy en una habitación a solas, sino en una sala dividida por la cortinas y las camas en las que yacen, como yo, otros polluelos a punto de emprender el vuelo. Preso de ansiedad y miedo suplico a mis amigos que vuelvan a cerrarse.

“Santiago”, vuelvo a oír mi nombre, “¿cómo se encuentra?”, preguntó dulcemente otra femenina voz, distinta a la anterior. No se por qué, algo me inspiró para sacar de mi el aire necesario para hablar. “Estoy cansado”, dije en una sola exhalación. “Can...sado”.

“Vale, no se preocupe, Santiago. Ahora descanse. Mire, le he puesto dos sueros, en uno hay antibiótico, porque tiene infección en los pulmones, y el otro es solo suero para que no pierda líquidos, porque ahora no puede beber”.

Solamente quiero asentir y así lo hago. Me siento solo y las paredes de mi prisión se hacen más pequeñas. Ahora que veo irse a la enfermera me arrepiento de no haber pedido ver a mi mujer, ¿pero cómo? No tengo fuerzas ni para gritar. Me retiro a una esquina de mi celda y lloro, pero las lágrimas caen por sus paredes e inundan la estancia, lo que provoca que mi temor y ansiedad aumenten.

Palabras, palabras y más palabras caen como el goteo del suero, formando versos que nadie puede escuchar. Me traen recuerdos de todas mis épocas. Sesenta y ocho años, creo recordar, pero únicamente unos instantes me definen cómo soy, con esos me quedo. Es hora de hacer las maletas y al abrir los ojos nuevamente veo que mi mujer viene a despedirme. La veo llorar mientras me coge la mano, pero ella merece mucho más. Solo pido que no me tiemble el pulso, ni me ahogue la tos mientras la miro por última vez y le dedico la sonrisa que la acompañó desde aquella noche tan maravillosa, antes y después de aquel beso. No..., de este beso.

Echo de menos, aparte de mi voz, a mis hijos. Si hoy tuviera lo primero diría a los padres que no se esfuercen en exigir el horizonte a sus hijos, pues pasa que cuando creen que deben en vida a sus progenitores, surcan la tierra buscando un lugar que no existe, pues no era más que el sueño de un hombre mayor ahora moribundo. No poder despedirme de ellos por estar lejos de mí buscando algo que no era para ellos, allá en el nuevo mundo, me entristece.

De repente un escalofrío me recorre el cuerpo y mi interior se estremece en su prisión, mis órganos se enfrían­ y el mundanal ruido de la sala se aleja más. Abro los ojos para saber qué es lo que ocurre a mi alrededor, pero observo que todo sigue igual, enfermeras y pacientes corren de un lado para otro, tirando o yendo encima de una cama; todo parece una película sin director ni argumento, pero sin duda algo surrealista.

Siento que las fuerzas me abandonan paulatinamente y el temor me sube por las piernas como arenas movedizas. No tengo a mi mujer ahora a mi lado y mi evangelio está por escribir. Mis gritos me ensordecen, pero no llegan a salir de mí, retumban en mis paredes, no puedo apagarme así. “¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué todo esto?”, me pregunto. Toda mi vida escribiendo y recitando sobre la experiencia de la existencia y hoy no la sé definir. Como gotas de agua caen los ideales que en vida fui, uno a uno me agarro a ellos como salientes en un precipicio que se desmorona, tratando de encontrar la llave que me saque de la prisión para respirar antes de caer, pero no encuentro verdad en toda la filosofía. Ni un rayo de luz atraviesa estos ojos desnudos y vuelven a cerrarse para morir.

Una presión en el brazo me indica el paso de una mano. “¿Sigo aquí?”, me viene la pregunta a la mente. Es un joven de ojos abiertos que se ha quedado mirándome fijamente a los ojos.”¿Qué quieres?”, le pregunto con los míos, ya estaba a punto de partir. El joven no pregunta ni se presenta, debe ser un enfermero también, pero ya no se ven pacientes a su alrededor, solo yo. Estudiante de Enfermería, consigo leer en su pijama. Es un alumno, pero que en vez de hablar o preguntarme se ha quedado mirándome a los ojos sin pestañear. ¿Qué querrá?

No se por qué, pero me inspira paz esa mirada y siento su mano sobre la mía. Qué ojos más bonitos y abiertos, me llenan de amor, pese a que sus labios no dicen nada y las palabras vienen a mí como el sol del mediodía a las flores de las praderas. Creo que puedo decir algo antes de partir, no será mío pero se lo daré a este hijo que durante un instante sí lo es.

Abro los labios para decir con palabras entrecortadas pero decididas: “Nuestras vidas... son los rí...os… que van a dar en la mar”, concluyó mi hijo.

Siento una lágrima correr por mi mejilla, la primera y única que he podido liberar. Sintiéndome agradecido, abrazo su mano con la mía por haberme sacado de mi prisión. Un gorrión, que a punto está de alzar por primera vez el vuelo, me ha traído las palabras de aliento. Ya puedo cerrar los ojos con tranquilidad pues no me iré con los barrotes a cuestas. Conseguí finalmente vencer a la enfermedad y escribir mi último verso en verdad.

Creo que ahora hay un poco más de luz.