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Revista Matronas

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DICIEMBRE 2021 N° 3 Volumen 9

"Altamira" es nombre de mujer... y de una de las primeras matronas, plausiblemente, también

Sección: Artículo Especial

Cómo citar este artículo

González Redondo FA, Plata Quintanilla RM. "Altamira" es nombre de mujer... y de una de las primeras matronas, plausiblemente, también. Matronas Hoy 2021; 9(3):41-50.

Autores

1 Francisco A. González Redondo
2 Rosa Mª Plata Quintanilla

1 Profesor Titular. Doctor. Departamento de Didáctica de las C.C. Experimentales, Sociales y Matemáticas. Universidad Complutense de Madrid.
2 DUE. Matrona. Hospital Universitario “Marqués de Valdecilla. Cantabria. Presidenta de la Asociación Española de Matronas (AEM).

Contacto:

Email: faglezr@ucm.es

Titulo:

"Altamira" es nombre de mujer... y de una de las primeras matronas, plausiblemente, también

Resumen

Introducción: la determinación de quién fue la primera matrona (y los criterios que permitan hacer esta atribución) constituye un interesante objeto de estudio dentro de la profesión. Aunque, a priori, personalizar la búsqueda en una mujer concreta se presupone una tarea imposible; sin embargo, otra mirada crítica, desde la perspectiva de la matemática y alejada del androcentrismo, sí puede aportar descubrimientos inéditos en este sentido.

Objetivos: aportar una nueva mirada al arte prehistórico desde la perspectiva del registro del pensamiento recursivo en general, y del pensamiento matemático en especial, en el paleolítico superior que apuntaría, además, a la presencia de “asistentes (matronas) en el proceso de gestación, parto y puerperio”.

Metodología: análisis, desde un punto de vista matemático, de un número significativo de piezas de arte mobiliar (y de la literatura al respecto) encontradas en distintos yacimientos de diferentes países con dataciones muy diversas.

Resultados y conclusiones: la interpretación de los cuatro colgantes solutrenses de Altamira, como una unidad de expresión simbólica que reúne el registro de ocho ciclos temporales de, en torno, a 30 unidades, permite aventurar la hipótesis plausible de que se trate del recuento

Palabras clave:

matronas ; prehistoria ; arte ; cueva de Altamira ; matemáticas; Claudia Zaslavsky ; matemáticas ; Claudia Zaslavsky

Title:

"Altamira" is the name of a woman… and plausibly also of one of the first midwives

Abstract:

Introduction: determining who was the first midwife (and the criteria that allow this allocation) represents an interesting subject of study within the profession. A priori, personalizing the search in a specific woman is assumed to be an impossible task; however, a different outlook from the perspective of Mathematics and far away from androcentrism can contribute unprecedented discoveries in this sense.  

Objectives: to contribute a new look to prehistoric art, from the perspective of the record of recursive thought in general, and mathematic thought in particular, in the Upper Palaeolithic Period, which would also point out at the presence of “assistants (midwives) in the pregnancy, labour and postpartum period”.

Methodology: an analysis from a mathematical point of view of a significant number of pieces of decorative art (and its relevant literature) found in archaeological sites in different countries with very diverse datings.   

Result and conclusions: the interpretation of the four Solutrean pendants from Altamira as a symbolic expression unit collecting the record of eight temporal cycles of around 30 units allows to venture the plausible hypothesis that it is the account of a pregnancy, and that its author was one of the first and unknown “midwives”.

Keywords:

Midwives; prehistory; art; Altamira cave; mathematics; Claudia Zaslavsky

La búsqueda de las primeras matronas

Como parece evidente, en la investigación sobre la función de las matronas en la historia, hasta que no se han encontrado registros escritos, no se puede considerar que se tienen referencias fidedignas de la intervención de mujeres ayudando en los partos. Y es en la práctica de los saberes médicos durante la Antigüedad (3000 a.C. hasta el siglo VI a.C.), especialmente en las civilizaciones egipcia y mesopotámica, las primeras que dispusieron de escritura, en las que comenzaron a desarrollarse los primeros métodos que abrieron el camino hacia la Medicina como ciencia (fundamentalmente la Medicina Egipcia). De esta época se conservan datos escritos, por ejemplo, del alto estatus social que tenía la mujer en el Antiguo Egipto, donde parece que eran independientes social, legal y sexualmente, y, por tanto, no discriminadas en cuanto al acceso a las enseñanzas médicas. Todo esto, auspiciado por el desarrollo de la escritura, impulsó el conocimiento ginecológico y obstétrico, más que plausiblemente depositado en manos de las mujeres. Por ejemplo, se sabe que existió una Escuela de Obstetricia en el Templo de Neith, al norte de Memfis, en la ciudad de Sais, en la que las mujeres se formaban para dar asistencia a otras mujeres, como reza una inscripción en este templo: "Yo he venido desde la Escuela de Medicina de Heliópolis y he estudiado en la Escuela de mujeres de Sais, donde las madres divinas me han enseñado cómo curar las enfermedades de las mujeres”1.

La historia de las mujeres en general no ha sido suficientemente estudiada aún y, por tanto, no es de extrañar que la historia de una actividad concreta, como la de las matronas, por muy necesaria socialmente que sea, necesite nuevas contribuciones que completen los escasos trabajos que se han ido presentando en los últimos años.

En cualquier caso, sí existen algunas fuentes clásicas que permiten trazar el recorrido histórico de la asistencia de las matronas en exclusiva a lo largo de los siglos. Ya en 1750 Antonio Medina2 se refería en su Cartilla al arte de los partos, reservado a mujeres, cuando la partera consolaba a Raquel después de atenderla de un parto difícil en el que se salvaría el niño, pero ella moriría, tal como se puede leer en el capítulo 35, versículo 17 del libro del Génesis3. Igualmente mencionaba Medina cómo el rey de Egipto ordenó a las parteras de los hebreos, Sifrá (Séphora) y Fúa (Phua) que, al asistir a los partos de las hebreas, matasen a los niños y dejasen vivir a las niñas, según se recoge en el capítulo 1, versículo 16 del Éxodo4. También, a partir de los escritos de Aristóteles o Higinio, destacaba la exigencia de una formación específica para parteras en los mundos griego y romano.

Uno de los mejores, si no el mejor y más completo trabajo enteramente dedicado a las matronas (célebres), es el libro de A. Delacoux5, en el que se resume con acierto y extensión, la presencia del oficio a lo largo de la historia (en concreto, hasta el año de su publicación, 1834). Así, desarrollando las referencias bíblicas y a los clásicos griegos adelantadas por Medina en su Cartilla, da entrada a las consideraciones explicitadas por Platón en su Teeteto6 en torno al arte practicado por la madre de este, Fenarete, como ejemplo de un oficio generalizado y reservado a mujeres en la Grecia clásica completando el trabajo de unos obstetras que sí serían varones, y constatando que entre los caldeos, egipcios, hebreos, griegos y romanos, el oficio de la asistencia en el parto habría sido ya responsabilidad de mujeres.

Haciendo un salto en el tiempo, en el que se demuestra que las mujeres siguieron siendo las asistentes indiscutibles del parto, pues a los hombres solo les seguía estando permitido en esta área la obstetricia destructiva, concluía Delacoux que “Mademoiselle Lavalierre fue la primera mujer que sufrió el ministerio de un hombre partero”, un accoucher, en lugar de las tradicionales comadronas para la asistencia al parto, como consecuencia de la “debilidad de una mujer y la misteriosa galantería de Luís XIV”7.

En cualquier caso, a pesar de la más que cuestionable entrada de los hombres en la gineco-obstetricia, con la consiguiente subordinación y minusvaloración de las matronas en el ejercicio de este arte y ciencia partir del siglo XVII, las matronas han prevalecido hasta nuestros días. Además, su importancia para lograr la cobertura sanitaria universal, al poder satisfacer aproximadamente el 90% de las necesidades de intervenciones esenciales de salud sexual, reproductiva, materna, neonatal y adolescente, sigue siendo incuestionable8.

La necesidad de matronas en/para nuestra especie

Según los datos más recientes, aproximadamente 808 mujeres mueren cada día por causas evitables relacionadas con el embarazo y el parto. Se trata de una mujer cada dos minutos. Por cada mujer que muere se estima que 20 o 30 sufren lesiones, infecciones o discapacidades. La mayoría de estas muertes y lesiones se pueden prevenir por completo, principalmente con atención prenatal, asistencia cualificada al parto con respaldo de atención obstétrica de emergencia y atención postparto. Y la tragedia no se detiene ahí: cuando las madres mueren, sus familias son mucho más vulnerables y sus bebés tienen más probabilidades de morir antes de cumplir dos años9.

Estas son cifras del siglo XXI, obviamente en comunidades empobrecidas, con escaso desarrollo, condiciones en muchos aspectos bastante próximas a las de poblaciones prehistóricas.

No es necesario hacer un gran ejercicio de imaginación para entender que las mujeres prehistóricas sufrirían dolor (aunque este también tiene un gran componente cultural), estarían en riesgo ante el parto y, de forma mayoritaria, buscarían ayuda en otras mujeres con experiencia anterior en partos. Y es que si las dos características principales de nuestro género, la adopción de la postura bípeda y posteriormente la expansión del cerebro, pueden considerarse grandes éxitos evolutivos, la realidad es que convirtieron el parto humano, con diferencia, en el más complicado de todos los mamíferos. En efecto, para la mayoría de animales el parto es ajustado, pero no laborioso, cosa que sí lo es para los humanos, que han de atravesar un canal estrecho y sinuoso, trayecto que el feto completa con siete movimientos cardinales desde el inicio del parto hasta finalizar su expulsión: encajamiento, descenso, flexión, rotación interna, extensión, rotación externa y expulsión10.

De otro lado, la vagina se fue orientando hacia delante (ventralmente, formando un ángulo recto con el útero) en el proceso evolutivo en el que los humanos fuimos adoptando la postura erguida o bípeda. Es un hecho que si la madre humana tirase de la cabeza para facilitar el parto, podría causarle serias lesiones cervicales al niño, al exagerar la deflexión de la cabeza y doblarla todavía más hacia la espalda. Como destacaba Arsuaga, esta es la razón por la que, en nuestra especie, la madre no puede ayudarse a sí misma en el parto (literalmente su hijo “le da la espalda al nacer”), de forma que este se convierte en un fenómeno social que requiere la asistencia de otras mujeres11.

Esta configuración del nacimiento también dificulta en gran medida la capacidad de la madre para despejar una vía respiratoria del neonato, retirar una/s circular/es de cordón umbilical alrededor de su cuello, en el caso de que la/s portara o, incluso, acercarle hasta su pecho sin que cayera al suelo golpeándose, como las crías de muchos animales cuyas madres paren de pie.

Si nos detenemos en el proceso de los partos de los simios, vemos la gran ventaja de que sus crías nazcan mirando hacia abajo (la vagina tiene la misma dirección que el útero, con el que está alineado). Las hembras paren o bien en cuclillas o sobre sus cuatro patas y una vez la cabeza de la cría ha nacido, la madre lo agarra para completar su salida del canal del parto, atrayéndolo hacia sus pezones. Si es necesario, limpia la mucosidad de boca y nariz de la cría para facilitar la respiración. Menos indefenso que el humano, la cría del simio tiene fuerza suficiente para agarrase a su madre de la que recibe calor y asido a la cual es transportado.

Matronas desde el principio de la humanidad

Karen Rosenberg (paleoantropóloga) y Wenda Trevathan (antropóloga física y matrona), al igual que otros científicos como el citado Juan Luis Arsuaga, a la luz de los conocimientos paleontológicos y antropológicos actuales, se atrevían a argumentar que las hembras humanas rutinariamente han necesitado ayuda cuando iban a parir y que consecuentemente otras mujeres, como matronas o comadronas (com mater), han estado ayudando a las mujeres en el parto y nacimiento de sus hijos desde el origen del género Homo (Imagen 1).

El acercamiento compasivo, la oferta de ayuda y la protección a la mujer que pare son elementos de carácter universal, pilares de la génesis de la profesión de matrona y del ejercicio de esta. La Obstetricia, como abordaje de un proceso fisiológico y reiterado a lo largo del tiempo, como es el parto y nacimiento humanos, por necesidad fisiológica sería, por tanto, tan antigua como la humanidad y, por ende, la Obstetricia y no la prostitución sería, además, la “profesión más antigua de la humanidad”.

El acompañamiento a una parturienta por otra mujer en el acto del parto probablemente estaría motivado en sus inicios por una actitud compasiva y de solidaridad hacia su congénere, de modo que, sin saber nada de teorías y modelos, comienza la construcción de la identidad profesional futura de la matrona. Esa mujer que comparte la escena con la parturienta, motivada únicamente por el sentimiento, poco a poco abandonaría su actitud pasiva, sobre todo en situaciones de dificultad. Posteriormente, y a medida que fuera consiguiendo pericia en la intervención de los procesos (gestación, parto, puerperio, etc.), es posible que, además, buscara el reconocimiento a esa ayuda que presta dando solución a una situación concreta, situación que, de repetirse, como es el caso, se convertiría en una necesidad social a la que seguir dando cobertura cada vez con mayor nivel de especialización y dedicación por parte de un sector de la población determinado por sus actitudes y aptitudes. De esta manera, la práctica se convirtió en hábito y, por último, en forma de vida, determinando así la figura de la asistente que perduraría por los siglos: la matrona, que evoluciona desde un oficio a una profesión como hoy se conoce, con una formación académica científico-técnica que le confiere la cualificación de profesional sanitario altamente especializado, pareja a la conversión de la Obstetricia en una disciplina académica con un replanteamiento amplio y profundo, y cambios fundamentales en la práctica y los servicios.

De hecho, las ventajas de formas simples de asistencia en el parto han reducido la mortalidad materna e infantil a lo largo de la historia. Por eso Rosenberg y Trevathan, “por la dificultad y el riesgo que acompañan al nacimiento humano”, tenían claro que “la partería no es exclusiva de los humanos contemporáneos”, y llegaban a sugerir que “la práctica de la partería podría haber aparecido hace cinco millones de años, cuando el advenimiento del bidepalismo constriñó por primera vez el tamaño y la forma de la pelvis y el canal del parto”12.

El problema de la encefalización y la hipótesis de la abuela

Connatural con la hominización fue el incremento del desarrollo cerebral: los humanos tenemos una presión de selección que es la de nacer cada vez más encefalizados. La expansión más significativa en el tamaño del cerebro de adultos y niños evolucionó a partir de los australopitecos y, particularmente, con la aparición del género Homo hasta nuestros días.

Esa triple realidad evolutiva de los fetos de cerebro grande, una pelvis diseñada para caminar erguida y un parto rotacional en el que el niño nace mirando hacia abajo (atrás) no es una circunstancia actual. Por esta razón, Rosenberg y Trevathan sugirieron que la selección natural favoreció hace mucho tiempo los comportamientos de buscar/ofrecer asistencia durante el parto, porque dicha ayuda compensaba estas dificultades. Sin embargo, las madres probablemente no buscaron ayuda únicamente porque predijeron el riesgo que representa el parto. Es más probable que el dolor, el miedo y la ansiedad impulsaran su deseo de compañía y seguridad12.

Complementariamente, Ashley Montagu destacaba cómo “el feto humano actualmente tiene un cerebro al nacer que es como el de un chimpancé adulto”, de modo que “el cerebro del recién nacido tiene aproximadamente el 28 por ciento de su tamaño adulto”, mientras que “al final del primer año se ha logrado el 62 por ciento del crecimiento total del cerebro y al final del tercer año el 83 por ciento”. Obviamente, esta es una "tasa de crecimiento mucho más rápida que la que ocurre en cualquier otra criatura de tamaño similar”, y es que “el crecimiento completo del cerebro humano no se logra hasta el final de la segunda década de la vida o más tarde”13.

Lo cierto es que los neonatos humanos nacen extremadamente indefensos y dependientes si se comparan con la mayoría de los animales mamíferos. Ese escaso desarrollo intrauterino es la solución evolutiva natural para que el parto humano pueda completarse sin mayor riesgo para el feto y la madre, ya que, de prolongarse la gestación, seguiría creciendo el encéfalo y consecuentemente el cráneo (junto con el resto del cuerpo), lo que finalmente ocasionaría una desproporción céfalo-pélvica con el consiguiente riesgo vital para madre y feto.

Por tanto, esta “prematuridad en el nacimiento” de los humanos soluciona la posibilidad de que el parto se realice normalmente en el mayor número de casos, pero, evidentemente, la inmadurez e indefensión con la que nacen los neonatos requiere cuidados importantes y constantes para su supervivencia, que involucran durante mucho tiempo al clan familiar principalmente. Esta falta de desarrollo, y la posterior lenta evolución en las capacidades cognitivas y neuromotoras básicas en los humanos, es lo que se denomina científicamente “altricialidad secundaria”14.

Nuevamente, la evolución propone una solución también a este problema con una menopausia, la humana, prácticamente inexistente en la mayoría de las especies animales o, al menos, no con una duración tan larga, aproximadamente la de un tercio de la existente en las mujeres. Visto desde un punto evolutivo, este periodo de infertilidad femenina parece que haya sido vital para la adaptación y supervivencia de la especie humana. Se sabe que la natalidad en épocas prehistóricas era sumamente importante y, por otra parte, la mortalidad infantil extremadamente alta. Las mujeres tendrían periodos intergenésicos ajustados a la contracepción producida por la inhibición de la menstruación por la lactancia materna (amenorrea lactacional), lo que fácilmente podría traducirse en un hijo nacido cada dos-tres años aproximadamente.

El clan familiar estaría compuesto por muchos niños, potencialmente más susceptibles de sufrir problemas nutricionales y/o epidemiológicos, a los que hay que añadir los riesgos del destete para la supervivencia de los lactantes; son niños dependientes que necesitan protección, alimento, cuidados y afecto. En este contexto planteaba George C. Williams, en 1957, la menopausia como una adaptación evolutiva, el resultado de una selección natural para permitir que una larga vida post-reproductiva aumente la inversión maternal en la progenie ya existente. La abuela, mujer madura y experimentada, gastaría su energía en apoyar a la familia, en lugar de seguir reproduciéndose15.

Años más tarde, en 1997, Kristen Hawkes et al.16, de la Universidad de Utah, daban el siguiente paso enunciando la que se conoce como “hipótesis de la abuela”, según la cual los humanos lograron una mayor esperanza de vida porque las abuelas ayudaron en la alimentación de los nietos. La abuela facilitaría el destete, que la hembra volviera a ser fértil acortando los periodos intergenésicos y, como consecuencia, aumentando la descendencia y transmitiéndole a su progenie genes más fuertes, propios de la selección natural experimentada por ella misma. Al mismo tiempo, la infertilidad de la mujer madura evitaba el riesgo para ella misma de parir hijos con más probabilidad de alteraciones genética o, incluso, de morir como consecuencia de los mayores riesgos asociados al parto de una mujer añosa y/o por su cronobiología, dejando hijos huérfanos a edad temprana. Otro aspecto positivo de la menopausia es que evita la pugna de las abuelas con sus hijas por la reproducción, concentrando las energías (y la experiencia) de las abuelas en ayudar a la crianza de sus nietos, los cuales, además, nacen de mujeres lo suficientemente jóvenes para poder criarlos16.

Esta hipótesis es controvertida para algunos científicos, fundamentalmente por explicar la menopausia solo desde una perspectiva antropológica, acusándola de no estar basada en evidencias fósiles. Esta objeción fue subsanada posteriormente con un nuevo estudio con soporte matemático realizado por Kim et al.17, cuyos resultados para el modelo elegido, en el que no se incluían estimaciones relacionadas con los cerebros, el aprendizaje o los vínculos de pareja, afirmaba que “los efectos de la abuela por sí solos son suficientes para impulsar la duplicación de la esperanza de vida en menos de sesenta mil años”, concluyendo los autores del trabajo que las abuelas fueron la fuente inicial probable de la ayuda para la crianza, que la selección solo para la abuela podría haber impulsado la evolución de nuestra longevidad postmenopáusica, amplificando las interdependencias y estableciendo el contexto social para muchas otras características que, posteriormente, evolucionaron en nuestro linaje17.

En torno al registro fósil del trabajo de la matrona en la prehistoria

En la actualidad, por tanto, no cabe ninguna duda acerca de que han existido mujeres ayudando en el parto desde que nuestra especie es especie, pero ¿se podrían encontrar evidencias del papel jugado por las mujeres-matronas en el paleolítico superior? ¿Existirá registro fósil del trabajo de alguna matrona en la prehistoria?

Elisabeth Beausang, arqueóloga sueca, destacaba en uno de sus trabajos que rara vez se considera el parto como objeto de estudio en prehistoria, al suponerse que no existiría posibilidad alguna de rastrear la cultura material que lo rodea, probablemente por no reconocerse que el parto constituye un acto social relevante, lo que habría impedido identificar con él restos materiales en el registro arqueológico18.

La deducción que hace Mª Encarna Sanahuja, pionera de la arqueología feminista en España, sobre la consideración anterior, es que esa incapacidad de detección que convierte en invisibles los posibles registros fósiles de un parto no radica prioritariamente en las características de los yacimientos estudiados, sino en los prejuicios de las miradas que se hacen desde el presente hacia esos posibles materiales19, lo que, en consecuencia, incrementaría aún más la dificultad para encontrar vestigios de la actividad de la matrona en estas épocas.

En todo caso, sería una labor difícil, pero no imposible, como intentó demostrar William I. Thompson20, uno de los primeros en orientar la investigación y denunciar a la vez la presencia de un fuerte sesgo en contra o una resistencia inconsciente a las miradas feministas en la prehistoria. Él mismo reinterpretó los usualmente llamados “bastones de mando”, en vez de como utensilios faliformes que manifiestan el poder masculino, como artefactos propios de matronas registrando ciclos lunares. Consideraba Thompson que el dueño del bastón podría no ser un cazador mostrando su poder, sino una partera, y ampliaba su perspectiva feminista hacia el trabajo de la partera y cómo esta combina ciencia y sensibilidad hacia la madre. Y asumía, complementariamente, que el cómputo de los ciclos menstruales, de los ciclos lunares, que se pueden superponer a los anteriores y la partería habrían contribuido al origen de la ciencia tanto o más que las aportaciones de los varones.

Por otra parte, no se pueden olvidar las numerosas representaciones, datadas a lo largo del Paleolítico y el Neolítico, de las diosas madres o Venus, diosas de la fertilidad, estableciendo una analogía entre la fecundidad de la mujer y la fertilidad del suelo. La mayoría de estas estatuillas de diosas madre-venus se caracterizan por estar desnudas o semidesnudas y sin apenas adornos. Se trata de mujeres maduras, madres, con rasgos sexuales muy pronunciados. Algunas, con sus vientres abultados, harían referencia al momento de la gestación, con caderas, vientre y pechos grandes, las llamadas Venus esteatopígicas (del griego esteato, grasa, y pigos, nalgas). Con algunas otras características comunes, el denominador que las asemeja, fundamentalmente, es el de su acentuada sexualidad. La ingente cantidad de grasa que muestran estas estatuillas hace pensar que era un signo de salud y, consecuentemente, de belleza. Desde luego la supervivencia durante la última glaciación, con un frío cada vez más intenso, fue especialmente dura y una mujer bien alimentada tenía más posibilidades, tanto de parir hijos sanos como de alimentarlos, cuestiones ambas capitales en un contexto de altísima mortalidad infantil y maternal (Imagen 2 y 3).

Se pueden enlazar estas cuestiones con las perspectivas que se desarrollarán a continuación mirando a una de estas Venus, la de Laussel, y fijándonos en el cuerno de bisonte que sostiene en la mano derecha, en el que se pueden observar trece, quizá catorce, marcas. Según la interpretación de Thompson ya citada, en la que asume la existencia de una cultura femenina específica en la prehistoria centrada en la menstruación y la luna, estas marcas también podrían simbolizar las fases de la luna desde la luna nueva hasta la llena (en los misterios de la mujer, desde la menstruación hasta la ovulación) o, incluso, dado que 13x28=364, los trece meses “menstruales” del año. Desde esta perspectiva entiende que, siendo conscientes del fenómeno de la ovulación, aunque fuesen incapaces de entenderlo en un sentido médico, las mujeres, conocedoras de los ritmos mensuales de sus órganos, habrían sido las autoras de esas pinturas y grabados de vulvas que se encuentran en numerosas cuevas y hasta de las propias Venus, en las que ellas harían, en línea con la visión clásica de Henri Breuil, un canto a la maternidad, una entrega de sus vientres, senos y vulvas a la perpetuación del grupo21.

El registro simbólico en la Prehistoria

En septiembre de 2021 aparecía publicado en español el libro El hombre prehistórico es también una mujer, con el que Marylène Patou-Mathis reivindicaba el papel jugado por la mujer a lo largo de la Prehistoria y, muy especialmente, se preguntaba nuevamente si las mujeres no habrían sido (también, además de los hombres) autoras de esas primeras manifestaciones simbólicas del pensamiento humano que se llama arte22.

Hoy se sabe que gran parte de las manos pintadas al negativo en las cuevas corresponden a mujeres, aunque no se ha podido determinar si fueron ellas o sus compañeros varones quienes soplaron los pigmentos que permitieron la impresión coloreada. Lo que sí parece claro es la necesidad de superar algunos tópicos, heredados de los primeros prehistoriadores desde finales del siglo XIX, estudiando el pasado desde nuevas perspectivas, complementarias de las utilizadas hasta ahora, con propuestas plausibles (o, al menos, tan plausibles como todas las que se han presentado hasta ahora) que permitan entender y explicar el significado y autoría de esos registros simbólicos que se siguen considerando “artísticos”.

Una de esas miradas, diferente de las usuales, es la que aporta la matemática, y una de esas interpretaciones plausibles es lo que, en 2010, en las páginas de la revista Dynamis, se denomina la Conjetura Zaslavsky23, convirtiendo en hipótesis de trabajo la exclamación que dejó escrita en 1991 la etnomatemática norteamericana Claudia Zaslavsky, en el International Study Group on Ethnomathematics Newsletter: “¡las mujeres fueron, sin que quepa la menor duda, las primeras matemáticas!”. Esta afirmación extendía la pregunta que ella misma se hacía acerca de “¿quién, sino una mujer llevando el recuento de sus periodos, necesitaría un calendario lunar?”24, inspirada, a su vez, por las consideraciones de Dana Taylor25. La pregunta y la posterior exclamación surgían del análisis de piezas de arte mueble del paleolítico superior africano26, trascendiendo la usual atribución masculina de las “marcas de caza” presentes en las azagayas europeas. Desde esta perspectiva se consideraba el hueso Lebombo (Sudáfrica), que contiene 29 incisiones paralelas (podrían haber sido 30, porque el extremo está fracturado) y, sobre todo, se destacaba el hueso Ishango, que tiene una decoración con incisiones análogas a las del Lebombo, pero agrupadas en tres columnas con un total de 60, 60 y 48 muescas respectivamente. Pues bien, si para su descubridor, Jean de Heinzelin, el Ishango contenía el registro de un sistema de base diez, del concepto de duplicación de cantidades e, incluso, de los números primos entre el diez y el veinte27, para Alexander Marshack, en su libro The Roots of Civilization, en este hueso estaría representado un calendario con seis meses lunares28.

En realidad, un ciclo lunar (una lunación) dura 29,53 días solares, y, redondeando, todos los pueblos han construido sus calendarios con 12 meses de 30 días añadiendo otros cinco días festivos para completar los 365, o un decimotercer mes lunar cada tanto para compensar los desfases. En el Ishango, donde se pueden contar 168 muescas, de ninguna manera aparecerían registrados seis meses lunares de 30 días (180 en total), pero si a cada una de las dos columnas de 60 marcas se les quita cuatro y se suman esas ocho marcas a las 48 de la tercera columna, entonces sí se percibe que la cantidad total es seis veces 28, es decir, la correspondiente a seis ciclos menstruales.

Claudia Zaslavsky no llegó a explicitar en sus escritos esta sencilla cuenta que se acaba de exponer y que ha servido para guiar la búsqueda de otras piezas de “arte” mueble con decoración análoga que permitan corroborar la que solamente sería una hipótesis de trabajo. De este modo, si Roberto Ontañón describió las 15+15 incisiones de un metacarpo de cabra del estrato F de La Garma A (Cantabria)29, se puede destacar también que el Colgante de Enfer (Rebeuville, Francia) parece tener unas 60 (30x2) muescas en paralelo en sus bordes, que el Colgante de Morín (Cantabria) está grabado con una serie armónica de ±30 muescas transversales en paralelo que contornean la pieza, y, en general, que los museos europeos conservan numerosas piezas con una decoración análoga, de en torno a 30 muescas, que carecen de sentido “artístico”… pero suponen más que plausibles manifestaciones de registro calendárico30. Aunque el estudio completo de todas las pinturas rupestres y de todas las piezas de arte mueble halladas con este tipo de decoración rítmica en el mundo aún no se ha realizado31, sí puede destacarse otro canino encontrado en el yacimiento de la cueva de Altamira con exactamente 28 incisiones, y destacar el estudio detallado de las piezas halladas en la Península ibérica que se hace en la tesis doctoral de Álvarez Fernández32. Por supuesto, quedaría pendiente elucidar a quién se debe la autoría de cada una de ellas.

Pensamiento recursivo en el Paleolítico superior

En los dos artículos publicados en 2004 y 2010 ya citados se presentan, por primera vez en el ámbito histórico-matemático, el análisis de cuatro piezas de arte mobiliar halladas juntas en la Cueva de Altamira durante las excavaciones rea­lizadas por Hugo Obermaier y Henri Breuil entre 1924 y 192533. En ellos se muestran cómo, desde otras perspectivas disciplinares, diferentes y complementarias de las habituales entre los prehistoriadores, las piezas podían recibir una nueva valoración, tanto para la historia del pensamiento matemático como para el conocimiento de la Prehistoria de la región franco-cantábrica, ya que, aparentemente, constituían la que (hasta esos momentos al menos) probablemente sea la primera muestra, del registro arqueológico mundial, de una recursividad simbólica.

La recursividad es una propiedad exclusiva y definitoria de nuestro lenguaje que, de acuerdo con autores como Noam Chomsky34, Michael Corballis35 y otros, hace única y exclusiva a nuestra especie. Se entiende por esta la introducción de elementos o entidades dentro de otros elementos o entidades de categoría similar. En síntesis, se trataría de la capacidad para incluir pensamientos (elementos o entidades) dentro de otros pensamientos (elementos o entidades) de categoría similar, ascendente o descendente: extender una frase indefinidamente mediante su inclusión en otras frases de nivel superior; concebir un conjunto como unión del número que se desee de subconjuntos, etc. Sería la capacidad que permite, por ejemplo, tener conciencia del transcurrir del tiempo o de compatibilizar los enfoques ordinal y cardinal para la construcción del concepto de número natural.

Las cuatro piezas, elaboradas en hueso hioides de caballo, son muy planas, con un grosor de menos de 2 mm y unas dimensiones de entre 14 y 16 mm de ancho, y entre 31 y 36,5 mm de alto. A todas se les dio una forma prácticamente rectangular (aunque en una se mantuvo un tamaño mayor y cierta curvatura) y fueron perforadas todas ellas en uno de los extremos, probablemente para ensartarlas conjuntamente en un colgante único que acompañara-adornara a su autor/a. Cada una de las cuatro presenta, a lo largo de los bordes de sus caras superiores, unas incisiones similares: muescas cortas, transversales y paralelas; dos de ellas también presentan el mismo tipo de decoración en la cara inferior. Aunque las piezas se encuentran algo deterioradas, lo que se observa en su estado actual es que en ellas se podrían haber contabilizado en torno a 30 incisiones, dependiendo de la consideración que se dé a los diferentes tipos de marcas, pues varían en profundidad, longitud o anchura, y hasta han desaparecido en alguna de las caras, probablemente como consecuencia de la erosión.

Sus descubridores, Breuil y Obermaier, las situaron dentro de la industria ósea localizada en el nivel Solutrense de la cueva, es decir, con una antigüedad unos 5.000 años mayor que la que se solía otorgar al techo de los polícromos. Para ellos, se trata de cuatro plaquitas de marfil, subrectangulares, con los bordes decorados con pequeñas estrías marginales, constituyendo los objetos de adorno más notables del yacimiento. Por su parte, Corchón36 consideraba que presentarían “marcas irregulares de longitud desigual, en su mayoría dispuestas transversalmente al eje mayor del colgante y agrupadas en series continuas y completas, probablemente rítmicas”.

Finalmente, en la descripción que se hacía en la vitrina de título “Solutrense Superior (18.500 años)” del Museo de Altamira, simplemente se consideraba que se trataría de un conjunto de colgantes elaborados en hueso hioides de caballo, colocados (sin destacar de manera especial) como número 7 dentro de un conjunto de 11 piezas (raspadores, perforadores, buriles, azagayas, etc.) de ese periodo. Sin embargo, si se analizan desde la perspectiva del registro material del pensamiento simbólico, podrían proponerse otras notas caracterizadoras que no se han destacado hasta el momento y que convertirían a estas cuatro plaquitas en un fenómeno singular.

En primer lugar, la importancia que tiene el número de muescas realizadas en cada pieza (±30) se debe a su práctica coincidencia tanto con el número de días (29,5) que tiene el mes lunar, como con el del menstruo femenino (±28). Por otro lado, la persona que realizó las piezas determinó una misma decoración para todas ellas, repitiendo el mismo motivo, lo que implica haber hecho tanto un recuento de los trazos efectuados, como una correspondencia uno a uno entre los grupos de ±30 trazos. Finalmente, frente a los hallazgos de piezas aisladas, con incisiones cortas perpendiculares al contorno, habituales en la literatura, estos colgantes de Altamira constituyen la que probablemente sea la primera (y, de momento, parece que la única) colección, concebida como unidad de expresión simbólica, compuesta por, al menos, cuatro piezas con este tipo de registro (Imagen 4).

Esta colección podría interpretarse, por tanto, como una unidad, además de estar constituida, a su vez, por (al menos) otras cuatro unidades (cada una de las plaquitas). Estas unidades constituyentes de cada unidad superior poseerían relaciones entre ellas (todas podrían ser manifestaciones de la contabilidad de un mismo fenómeno), siendo la relación entre ellas, precisamente, el nuevo concepto que se pretende representar. En otras palabras, el conjunto de plaquitas supondría la representación de la repetición de un ciclo, es decir, la ciclicidad de un ciclo: un conjunto formado por ocho unidades de registro de en torno a 30 marcas.

Se representarían, por tanto, dos conceptos: uno de manera tangible (quizá el mes; es decir, cada una de las plaquitas) y un concepto jerárquicamente superior que se representa de manera totalmente inmaterial, a partir de las relaciones entre las plaquitas. Frente a las piezas individuales de arte mobiliar, la representación del ciclo que constituye este singular conjunto de plaquitas de Altamira, cada una de las cuáles representaría un ciclo de orden inferior, estaba únicamente en la mente de quien las realizó; como estará en la mente de todo el que se aproxime a interpretar estas plaquitas mediatizado por esta interpretación. En suma, no hay soporte material para el concepto que da unidad a las piezas, el “soporte” sería meramente mental.

La ciclicidad, que queda representada de manera abstracta (no material) por el conjunto de las cuatro plaquitas, constituiría un caso evidente de recursividad. Gracias a esta capacidad de combinatoria abstracta de nuestro lenguaje y, por tanto, de nuestra mente, se puede construir y entender oraciones sintácticamente complejas, en las que varios mensajes completos están contenidos dentro de otro (u otros) mensaje/s completo/s y jerárquicamente superior/es. Independientemente del fenómeno concreto que los cuatro colgantes de Altamira pudieran estar representando (sea este fenómeno un número de meses dentro del año u otra cosa), constituirían en su conjunto la primera manifestación simbólica conocida hasta el momento de esa característica de la mente humana mediatizada por el lenguaje que se denomina recursividad, al existir un símbolo (quizá el año) que, sin tener soporte material, habría servido a su autor/a como concepto-guía de orden jerárquicamente superior para la construcción de la colección de plaquitas.

Dejando, por tanto, a un lado la mera finalidad artístico-decorativa que se le han atribuido tradicionalmente, es razonable aventurar la hipótesis de que se trata de un grupo de meses lunares, análogos a los que reputados historiadores del registro simbólico prehistórico, como Alexander Marshack, han atribuido a muchas de las piezas individuales con incisiones seriadas37.

¿Una de las primeras matronas "documentadas"?

El hecho de que se trate de un conjunto formado solamente por cuatro plaquitas no invita a interpretar esta colección como la representación de un ciclo anual completo constituido, a su vez, por (¿12?) subciclos. Por tanto, para determinar cuál podría ser ese concepto superior es preciso preguntar: ¿a qué varón del solutrense se le ocurriría, y para qué, preparar esas ocho unidades de expresión, y las iría registrando marca a marca (quizá, día a día) hasta completar ocho ciclos de 30 marcas? Al tratarse de un conjunto de cuatro plaquitas con ocho caras en total, la única explicación razonable es que podría tratarse del cómputo de ciclos mensuales agrupados dentro de otra entidad de orden superior, como podía ser la duración de un embarazo a partir de la constatación de la primera falta38.

En efecto, conocer la fecha del parto ha sido siempre importante, pero en el paleolítico superior probablemente resultara de vida o muerte para nuestras antepasadas, ya que este periodo coincide con la segunda mitad del último periodo glacial y, tratándose de poblaciones nómadas, calcular muy bien los desplazamientos para que la mujer al final del embarazo tuviera, al menos, un buen cobijo para el parto determinaría la supervivencia del binomio materno-fetal.

Las cuatro piezas descritas, plausiblemente, fueron confeccionadas por una mujer solutrense, experimentada, conocedora de la contabilidad necesaria para salvaguardar la vida de la futura madre, que se ocupa de registrar simbólicamente cantidades numéricas (agrupadas en ciclos) al abrigo de la cueva de Altamira.

William I. Thompson ya había asumido que tenían que haber sido matronas las que llevasen el registro de los ciclos lunares para preparar el parto, pero él se había limitado a “bastones de mando” individuales, que todo lo más podrían contener, en todo caso, el registro de un único y aislado ciclo lunar (o menstrual), nunca la duración de un embarazo.

Las piezas que se conservan en el Museo de Altamira, sin embargo, constituyen, hasta el presente, un hallazgo único y singular, de considerable relevancia para la historia y la prehistoria de la mente de nuestra especie y, posiblemente, un hallazgo muy especial para la historia de las matronas. Merecen una ubicación destacada, individualizada (en su conjunto) y contextualizada en el museo que las exhibe. Y es que, Altamira es nombre de mujer… y de una de las primeras matronas, plausiblemente, también.

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