Aferrarse a la vida

Martes, 7 de octubre de 2014

por diariodicen.es

Una noche de mayo me disponía a trabajar como siempre en el área de traumatología. Casi todos los pacientes eran mayores de 65 años que habían ingresado por caídas casuales fracturándose algún hueso o por implantación de prótesis de rodilla o de cadera.

Esa misma noche ingresó un chico de 16 años que llevaba varios meses sufriendo muchos dolores de espalda y según todas las radiografías que se le habían realizado no evidenciaban nada anormal. Lo habían trasladado a la planta para realizarle pruebas más concretas y dado el dolor que estaba padeciendo tuve que llamar al médico de guardia para que le pautaran analgesia más potente, gracias a la cual pudo obtener un descanso relativo durante la noche.

En días posteriores tuvo sesiones de gammagrafías óseas­, TAC y resonancias magnéticas, pruebas más fiables que detectaron un cáncer de hueso avanzado con mal pronóstico de vida. Todo el personal y la familia sabían del diagnóstico menos el adolescente, que pensaba que era una contractura porque se había caído del monopatín hacía varios meses. Cuando llevaba ingresado una semana, los dolores eran insoportables y se le tenía que administrar morfina para calmarlos. En uno de los muchos avisos durante la noche, me dijo: “Paqui, estos dolores que yo tengo son de muerte”. Tuve que salir corriendo de la habitación para evitar que me viera llorar. Me afectaba mucho que un chaval de 16 años nos dejara tan pronto, cuando tenía pacientes de 96 años que estaban la mar de bien.

En mi tiempo libre entraba en las habitaciones y solía hablar con los pacientes de su vida, hacíamos bromas y en una de estas entradas hablé con un enfermo de 96 años que se había operado hace dos semanas de una fractura de fémur y con el que me llevaba muy bien. El enfermo tenía muy claro que del hospital marcharía en silla de ruedas, tenía obesidad severa, EPOC importante y cardiopatía de base, diagnósticos todos ellos de pronóstico incierto. En una de nuestras charlas salió la conversación de la muerte, de la dependencia, de la calidad de vida de cada persona y de la injusticia que a veces se producía en el binomio vida-muerte; con ello quería decir que la guadaña negra se ceba con cualquiera, le da igual si eres joven o viejo, sano o enfermo, su misión impera por encima de todas las cosas.

Le dije a mi amigo que si dependiera de él, ¿querría cambiarse por otra persona que apenas ha vivido su vida, que todavía tiene que despertar de la niñez para realizar sus sueños? Su contestación me sorprendió mucho, me dijo rotundamente que no, todavía no le había llegado su hora, tenía tiempo de vida y lo quería aprovechar independientemente de la calidad de vida que tuviera. Él ya sabía que era “un estorbo”, según sus palabras, pero ahora era el momento de que sus hijos cuidasen de él.

Mi amigo era un hombre acostumbrado a que siempre le hicieran todas las cosas y siempre había sido una persona bastante demandante en sus acciones. Con su trabajo había pagado las carreras de sus dos hijos y ahora quería cobrárselo de alguna manera. Después de nuestra conversación me dijo: ¿te cambiarías tú por él? Mi contestación fue sincera: no, por una razón principal, tengo una niña de siete años que todavía no ha despegado del regazo de su madre y necesita de mi protección y cuidados, pero si yo tuviera unos pocos años menos que usted mi respuesta sería positiva, porque mis planes de vida ya estarían cumplidos en su totalidad y es tiempo de vida para otras personas.

A partir de nuestra charla la relación cambió entre nosotros, era fría y sin apenas palabras. Cuando se marchó, tan solo me refirió dos palabras de las que siempre me acordaré: “eres inocente”. Después de su marcha reflexioné y me sentí feliz de ser inocente, de querer el bien para mis congéneres, de ser justa en mis principios, de querer que las personas tuvieran una oportunidad. Con cuarenta y tres años quería sentirme tan inocente como mi hija, quería creer todavía en los Reyes Magos y en el Ratoncito Pérez. Espero que con los años que me quedan como enfermera no pierda jamás esa inocencia que tanto nos hace falta.

Mi querido chaval falleció a los tres meses, tranquilo y sedado, pensando todavía que fue un mal golpe con su monopatín.

Fuente: Bernal Pérez F. Aferrarse a la vida. Metas de Enferm jul/ago 2012; 15(6): 78

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