Quienes me hicieron sentir una verdadera profesional

Miércoles, 18 de febrero de 2015

por diariodicen.es

El inicio de mis primeras prácticas, como estudiante de Enfermería estaba a punto de comenzar. Hasta el momento, había superado con éxito todo el primer año, así como los exámenes del primer periodo de segundo curso. Aquello que ahora comenzaba era distinto, producía en mí una motivación diferente, era como sentirse enfermera sin serlo todavía, pero solo el hecho de llevar el uniforme blanco y una identificación personal, como cualquier otra profesional, generaba en mí ilusión, confianza y el doble de ganas por madrugar cada día e ir al hospital a trabajar para aportar mi granito de arena.

Las prácticas las hice en el mismo centro hospitalario donde estaba situada la escuela en la que me formé. Tuve suerte, y siempre me he sentido afortunada desde entonces, ya que me tocó la Unidad de Hematología y Trasplante de Médula Ósea. Me interesaba conocer de cerca esas enfermedades, pues habían producido la muerte a una persona conocida. Sabía de antemano que sería dura la experiencia, pero asistía a diario con la mejor de mis sonrisas. Quería ofrecerle a mis pacientes, porque los empezaba a sentir míos en poco tiempo, lo mejor. Quería que confiasen en mí, ganarme su cariño y, sobre todo, quería que me dejasen vivir a su lado esa experiencia, casi siempre terrible, que ahora formaba parte de sus vidas, ese diagnóstico, esos tratamientos tan temidos y agresivos a los que debían someterse, las pruebas de control, los trasplantes y, la peor de todas las condiciones, el aislamiento y con él, la soledad, la falta de entretenimiento, la ausencia de familiares y, en definitiva, un entorno diferente. Nunca me sentiré capaz de responder tan bien a esta condición como ellos lo hacían durante sus largos, larguísimos periodos de ingreso. 
Durante ese segundo periodo de estudio, asistíamos a la escuela para cursar las materias optativas escogidas. Otra de mis grandes suertes fue la de haber elegido la asignatura “Enfermería ante el duelo y la muerte”. Puede que al principio no fuese consciente de lo útil que esta materia me sería para el desarrollo de mis prácticas. Impartida por una profesora con un conocimiento preciso y exhaustivo de la materia, todo lo que escuchaba en sus clases, todo cuanto aprendía, parecía extremadamente complicado transportarlo a la realidad que yo vivía en esos momentos en mis prácticas. Porque no eran solo unos pacientes. Eran personas a quienes había cogido cariño, con quienes había compartido muchas horas a diario, con quienes había trabajado tan cerca en mis procesos de atención en Enfermería, y ahora dejaban una habitación vacía y un espacio en blanco en mi vida.

Fuente de consulta: Latorre Molano AI. Quienes me hicieron sentir una verdadera profesional. Metas Enferm may 2014; 17(4): 77-78

Transcurrido un mes desde el comienzo de mis prácticas, en una de las tutorías que hacíamos conjuntamente todos los alumnos que estábamos bajo la supervisión de la misma tutora, comencé a darme cuenta por los acontecimientos que poníamos en común, de que mis pacientes no guardaban relación con los que mis compañeras habían interactuado en sus servicios.

Mis pacientes no entraban a la unidad enfermos y salían curados, no estaban hospitalizados durante días o semanas, no recibían visitas a diario, no estaban en contacto físico con ningún familiar, no tenían compañeros de habitación. Sus procesos patológicos les obligaban a estar aislados, se comunicaban con sus familiares y amigos a través del teléfono, sus habitaciones de escasos metros eran su verdadero domicilio durante meses y meses, una doble puerta separaba el pasillo donde circulábamos el personal y su habitación, sus barras de gotero parecían un auténtico árbol de las muchas perfusiones que formaban su tratamiento y, cómo no, el contacto físico entre profesionales y pacientes se veía impedido debido a las estrictas medidas de prevención de la infección. 
Manos que no podían trabajar sin guantes, mascarilla que no deja ver la expresión del rostro cuando hablamos. Un ejemplo de lucha y de voluntad por seguir adelante, de superar las adversidades, de no conocer lo que les depararía ese futuro tan incierto y aun con ello llenarse de fortaleza por ganarle la batalla a la enfermedad.

Cada momento libre que tenía lo dedicaba a estar con ellos, no siempre con motivo de recabar información para el proceso enfermero, sino porque me gustaba formar parte de ellos, ayudarles en la medida en que fuese posible a aliviar el malestar que la enfermedad les pudiese ocasionar. Algunos momentos se hacían especialmente duros, como aquella ocasión en que entré en la habitación de una de las pacientes y justo le estaban cortando el pelo. Ver como los mechones caían en el suelo, creedme, impresionaba. Otra paciente me decía que ella no era como yo la veía, que su cara no era esa cara edematizada por causa del tratamiento y con los ojos rojos de los vómitos que la quimioterapia le producía.

Otro paciente me explicaba cómo era el pueblo donde vivía y los muchos animales que tenía en su granja. Una joven que lloraba porque sus deseos de ser madre se habían visto derrumbados debido a la enfermedad y el tratamiento. Un joven musulmán que nunca dejó de rezar y dormir con la foto de sus dos pequeños hijos y que había sido intervenido infinidad de veces. O incluso una chica de solo dieciséis años que, con su corta experiencia de vida, decidió someterse a un aborto para poder recibir el tratamiento quimioterápico. Muchas y diferentes historias de las que, poco a poco, fui formando parte, del mismo modo que, como todos ellos, cobraban importancia en la mía.

Tan fuerte llegó a ser el lazo que me unía sentimentalmente a todos que comencé a sentir que sufría tanto como ellos. Una tarde, en la clase de “Enfermería ante el duelo y la muerte”, la profesora me preguntó “¿Qué te sucede? Por tu cara veo que algo no está bien”. No pude responder, mis ojos se llenaron de lágrimas, solo pude bajar la mirada y procurar que otros compañeros no me viesen. Todas las clases me habían sido muy útiles. Nos había enseñado que los profesionales enfermeros también tienen un rol importante en la etapa final de la vida de las personas. Podemos luchar para que tengan una muerte digna y nuestros cuidados no pueden fallar ni disminuir su calidad porque estén en la última fase.

“Es una unidad muy compleja, es dura, quizás sería conveniente que las prácticas de este servicio se hiciesen en tercer curso pero, lo que te sucede es completamente normal, es el primer contacto que has tenido con el hospital a nivel asistencial y el servicio no es un servicio como otros”. No estaba arrepentida de que me hubiesen asignado esa unidad para hacer mis primeras prácticas, estaba dolida. Yo no podía ver cómo un paciente de mi unidad salía curado, únicamente podía aspirar a verlos un poco más animados, a que el resultado de la analítica del día anterior hubiese salido algo mejor, a que la quimioterapia no les hubiese dejado muy abatidos cuando yo estuviera de nuevo al día siguiente con ellos. Sentía impotencia.

Mi relación con ellos se hacía cada vez más estrecha. Compartían conmigo aspectos de su vida que les hacía sentir mucho mejor durante esos periodos de ingreso tan largos. Pude estar presente durante las oraciones que el paciente musulmán hacía a diario. Muchos de ellos me llegaron a dar su teléfono personal porque tenían interés en que me comunicase a su salida del hospital, ya que mis prácticas en esa unidad terminarían y otras estudiantes ocuparían mi lugar. Poco a poco, me fui dando cuenta de que no estaba en mis manos el milagro de curarlos, pero sí el compromiso de estar a su lado.

Cuando finalicé estas prácticas comencé en un servicio de Pediatría. Podría haber sido un “borrón y cuenta nueva”, pero nunca fue así. No dejé de preguntar por mis pacientes, en alguna ocasión incluso fui a verles, sobre todo cuando sabía que su final estaba próximo. Mi conexión con ellos llegó a ser tan perfecta que hasta en casa tenía intuiciones de lo que podía estar pasando. Un día a las cinco de la tarde sentí que uno de mis pacientes se marchaba y pude comprobar al día siguiente que efectivamente así había sido.

Puede que mis pacientes no saliesen curados de la unidad donde estaban ingresados, puede que muchos no consiguiesen superar su enfermedad y cerrar esa etapa de su vida. Yo aprendí que podía sentirme útil, que mis cuidados habían significado mucho para ellos y que si con ellos no había podido eliminar la enfermedad, sí había logrado que se sintiesen queridos, acompañados y comprendidos. Los cuidados de Enfermería no pueden faltar y mucho menos aún en la última de las fases de nuestro ciclo vital.

Este relato es el mejor de todos los recuerdos de mi vida profesional. A todos y cada uno de esos pacientes que formaron parte de ella y que me dejaron una huella incapaz de borrar, les estaré siempre agradecida por haberme dado el privilegio de vivir su proceso tan de cerca y por haber participado en ese inicio de mi formación como profesional de Enfermería.

 

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