Relato: Un ojalá profundo y salido desde el centro de su alma

Miércoles, 1 de febrero de 2023

por diariodicen.es

Autora del relato: María del Mar Sánchez Sánchez

Valentín regresó del Hogar del Pensionista. Esa mañana, como cada sábado, había ido a tocar su guitarra con la agrupación de Coros y Danzas de la Casa de Castilla-La Mancha. Le decía a su hija Julia que no le importaba tocar música “para los viejos”. Él tenía 80 años. Su hija siempre sonreía cuando Valentín hablaba así de su público. Comieron y se echó la siesta. Se levantó algo revuelto, Julia le preparó una manzanilla. Sobre las ocho de la tarde tuvo unas décimas, se tomó un paracetamol y decidió irse a la cama pronto. Era el 28 de febrero.

El revoltijo se había convertido en diarrea y no le dejó descansar durante la noche. Por la mañana Julia llamó al centro de salud, su padre seguía acostado y continuaba con fiebre. Seguramente se trataba de alguno de aquellos virus que los niños traen a casa desde el cole, esos que a ellos les dura un día y a los adultos los dobla una semana, aunque era raro porque ninguno de los hijos de Julia había estado durante esos días enfermo.

Relato: Un ojalá profundo y salido desde el centro del alma

Tras la diarrea vino la tos seca y cavernosa, fueron al centro de salud y le recetaron corticoides y antibiótico. Durante siete días los picos de fiebre se fueron alternando y las toses seguían cada vez más fuertes.

Cuando Valentín dijo a su hija que se sentía muy cansado, cosa que su padre no decía nunca, Julia decidió llevarlo al hospital. En la rampa de urgencias un celador vestido con bolsas de plástico de diferentes colores (negro, verde, rosa), la ayudó a sacar a Valentín del coche. Lo puso en una silla de ruedas.

—No puede respirar —es lo único que acertó a decir Julia.

—Espere en la salita —le dijo la amalgama de colores que se llevaba a su padre.

No lo volvió a ver. La tierra, en este caso el hospital, se lo tragó el 9 de marzo de 2020.

Dio los datos de su padre en el mostrador de la entrada de urgencias y al cabo de una hora salió un médico, vestido también con un delantal de plástico verde, mascarilla y unas gafas de esquiador que subió hasta la frente.

—Lo vamos a ingresar, su padre tiene una neumonía bilateral muy grave.

Julia se quedó clavada en el linóleo de la sala de espera de las urgencias.

—Lo siento mucho, pero no puede verle porque le hemos pasado a una zona de aislamiento.

—¿En aislamiento?

—Sí, pensamos que su neumonía es por el coronavirus.

Julia había oído hablar del coronavirus en las noticias, pero ¿le había tocado a su padre? Al día siguiente llevó al hospital algo de ropa, el móvil y las cosas de aseo de su padre. Lo tuvo que dejar en el mostrador de la entrada principal. Estaban en estado de alarma.

Le llamó infinidad de veces al móvil, pero nunca llegó a cogerlo. Desde el hospital, la informaban cada día de la misma manera: “no mejora”, “no responde al oxígeno”, “vamos a probar algo nuevo…”. Pasados seis días su padre falleció. Quiso ir al hospital, pero estaba terminantemente prohibido. Julia no supo qué hacer con su dolor. Solo pensaba que ojalá, un ojalá profundo y salido desde el centro de su alma, su padre no se hubiera muerto solo.

Valentín, entre sueños febriles, veía gente de colorines ir y venir frenéticamente. Le pusieron oxígeno primero por la nariz, después con una mascarilla y, por último, con una máscara a presión que parecía meterle el aire a la fuerza.

El último día, Valentín, ya en semiinconsciencia, no vio cómo dos médicos enfundados en monos blancos tuvieron que tomar una decisión terrible: ya no se podía hacer nada más por él. Además, no había sitio en la UCI y no había posibilidad de traslado.

Retiraron la máscara que había dejado profundas marcas en el rostro de Valentín. Entró la enfermera, también vestida con un original arcoíris de plástico, y miró a Valentín, ya con una respiración bronca y superficial. Le cogió la mano y cariñosamente, con unas palabras de ánimo, le acarició la cara.

La música de un móvil se dejó sentir en ese momento. Miró hacia la mesilla y en la taquilla inferior había una mochila. De allí procedía el sonido, una jota manchega. Nuria, que así se llamaba la enfermera, no llegó a tiempo de descolgarlo. Desde hacía días los móviles de los pacientes no paraban de sonar con un sinfín de melodías, desde el himno del Madrid a Antonio Molina, sonaban hasta que se consumía la batería.

Nuria miró el móvil. Veintitrés llamadas perdidas de quien Valentín consideraba su contacto principal, AAJulia. En la pantalla, una imagen de Valentín con dos chavales sentados a ambos brazos de un sillón orejero, y en un acto de compasión, le dijo: “Valentín, tiene unos nietos muy guapos”.

Absorta en la imagen, y pensando cómo sería la vida de aquel hombre con la información que proporcionaba la foto, se dio cuenta de que la respiración de Valentín se apagaba. Valentín había fallecido.

Otro más. Con ellos no había carreras ni reanimaciones. A veces, muchas veces, ni oportunidad de acompañarlos en aquel trance. Desde hacía días, las posibilidades se habían acabado para aquellos como Valentín, incluida la de despedirse de sus familiares, siendo tragados por el agujero negro de la pandemia en plena y absoluta soledad.

Antes de llamar para comunicarlo y que se avisara a la familia (seguramente a AAJulia), le cerró los ojos que aún permanecían entreabiertos y miró la foto de Valentín de nuevo. Sacó de la mochila un neceser con la espuma y la cuchilla de afeitar, ambas sin estrenar.

Una canosa barba se había hecho fuerte durante siete días. Los pacientes, la mayoría varones, eran incapaces de afeitarse, y las auxiliares estaban desbordabas para ayudarles. Hizo lo último que podía hacer por él. Lo último por recuperar al Valentín de la foto. Le afeitó y le peinó, y durante esos 17 minutos que estuvo con Valentín, esa fue toda su aspiración, recuperar a ese hombre que estaba en la imagen, sentado con quien suponía eran sus nietos.

Le cogió una vez más la mano y, con un ojalá profundo y salido desde el centro de su alma, pensó que, por lo menos, con él había llegado a tiempo y Valentín no se había ido solo. Y era importante que quien quiera que fuese Julia, lo supiera.

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