Relato: ¡Por fin soy libre!

Miércoles, 2 de noviembre de 2022

por diariodicen.es

Autora del relato: Elizabeth Fernández García

Cómo olvidar tanto tiempo sometidos a ese virus odioso, a su enfermedad y a lo que nos ha dejado, sabiendo que no ha terminado su recorrido.

Cuando todo comenzó a desbordarse, el personal de Enfermería trabajaba sin descanso. Aparecían los primeros casos entre ellos, sin medios para protegerse ni proteger a los pacientes. Pero si añadimos a esto que mi centro de trabajo era un hospital psiquiátrico, con muy pocos recursos para solventar problemas infecciosos y con una organización de espacios muy limitada, es fácil de imaginar el esfuerzo inmenso por parte de todos para proteger e intentar salvar a nuestros pacientes.

Relato | iStock

Recuerdo cómo tuvimos que aislar todas las unidades, privándolos de su libertad para salir, limitando sus relaciones sociales con otros pacientes, anulando sus contactos familiares y su conexión con el medio exterior del centro. Desconcertados, asustados, inquietos, no entendían el porqué de todo ello, si ellos no habían hecho nada malo. Nos observaban, nos preguntaban, pero poco podíamos decir, pues ni si quiera el personal contaba con la información suficiente. Solo luchábamos cada día con lo poco de que disponíamos, sin descanso por preservar la salud de cada uno.

Imaginaos así un día tras otro, con información televisiva constante, sobre muertos que aumentaban a diario. Todo era COVID. Era desesperante, no tenía otra palabra. La angustia, el temor, la incertidumbre y la preocupación que sufrieron son incalculables. Y si es importante la estabilidad emocional en cualquier persona, en enfermos psiquiátricos es fundamental como parte del tratamiento.

Cierto es que, por suerte, en mi hospital, el número de pacientes COVID-19 fue muy reducido y sin apenas síntomas graves. De hecho, los pocos pacientes con gravedad fueron trasladados de inmediato a un Hospital General próximo y los que fallecieron por este motivo solo fueron dos. Pero sí aumentó el fallecimiento por otro motivo, algo desolador que como profesionales es difícil de asumir y perdura en nuestra memoria: los suicidios.

Pablo, nombre ficticio, de 42 años, llevaba viviendo en nuestro hospital cerca de diez años. Debido a su patología psiquiátrica, esquizofrenia paranoide, había sufrido descompensaciones y comportamiento desorganizado a lo largo de los años, lo que provocó el ingreso en nuestro centro y su permanencia en una unidad de cuidados psiquiátricos prolongados.

Pablo luchaba cada día para recuperar el control y conseguir la autonomía necesaria para mantener las actividades de la vida diaria y disfrutar de su libertad. Pero se encontró con la COVID-19 y se cerraron las puertas hacia la libertad tan anhelada.

En un primer momento protestó porque no entendía por qué no podía ir a la cafetería a tomarse un café, no podía deambular por el recinto hospitalario, no podía relacionarse con otros pacientes, no podía recibir visitas, no, no, no… Todo era “NO” ¡Cómo iba a poder vivir así!

La monotonía de cada día le irritaba. El equipo de Enfermería trabajaba para suplir las carencias, los terapeutas se esforzaban más en ayudarles y distraerles. Todos trabajábamos para solventar sus inquietudes. Las alucinaciones auditivas se mezclaban con las noticias de prensa que persistían en la televisión. ¡Qué era cierto y qué no lo era! ¿Por qué no paraban las voces? ¿Cuándo podría salir para despejar su mente? No podía salir, deseaba su libertad. ¡¡Qué importante es y cuánto se echa de menos cuando nos la arrebatan!!

Veíamos a Pablo cada día, era como si su luz interior se fuera consumiendo lentamente con cada noticia desoladora, abrumado por una situación no vivida y que empeoraba por momentos. Y sin intuir el desenlace de esa fatídica tarde, Pablo no pudo aguantar más. Cuántas veces hemos pensado: ¿qué fue lo que se nos escapó?, ¿por qué no nos dimos cuenta de su angustia y desesperación?, ¿por qué no llegamos cinco minutos antes?

Pablo lo tenía muy pensado, no fue casualidad ni improvisación. Consiguió una cuerda lo suficientemente fuerte para aguantar su peso, y eso que era alto y corpulento, y la guardó preparada para el momento más oportuno. Él supo elegir ese instante.

Eran las 19:50 h, solo diez minutos para empezar a cenar. Acudió al control de Enfermería. Se sentía angustiado. Hablo con Pablo, quiero entender qué le pasa y le ofrezco mi ayuda para disminuir ese sentimiento y malestar. Me dice: “Las voces no paran, siguen dentro de mi cabeza”. Le propongo administrar un ansiolítico, pero Pablo se niega. Al poco dice que ya se encuentra mejor, más tranquilo. Su cara refleja el agradecimiento de ser escuchado. Se marcha decidido a su habitación, diciendo que enseguida va al comedor para cenar.

Son las 20:00 h, llegan los carros portando las bandejas desde cocina, cada una con el nombre del paciente al que pertenecen. Cada uno se dispone a coger la suya. Todo el personal de Enfermería se encuentra en los comedores supervisando la tarea. Pero faltan dos pacientes, Pablo y su compañero de habitación no han llegado al comedor. Entonces mi compañero auxiliar va a buscarlos. No se imaginaba lo que había sucedido. ¿Cómo iba a pensar algo semejante de Pablo? Llama a la puerta y dice: ¡Pablo! ¡Raúl! ¡A cenar! Pablo no responde y Raúl tampoco. Abre la puerta y ve, incrédulo, cómo Pablo cuelga de una soga atada a la esquina de la ventana.

¡No puede ser!, ¡no puede ser! Si hace solo diez minutos le habíamos visto, habíamos hablado con él. ¡No puede ser! Gritó desesperadamente para avisarnos. No se lo piensa. ¡Puede estar vivo! Lo sujeta por las piernas, quiere aliviar la presión de la cuerda. Llegamos corriendo el resto del personal. Conseguimos cortar la soga. ¡El carro de paradas! Inmediatamente aparece en la habitación. ¡Pablo no responde! Iniciamos maniobras de RCP, sin descanso, mientras avisábamos al médico de guardia.

Increíble, aunque veraz, su compañero Raúl estaba dormido. ¿Cómo podía no haberse enterado de nada? ¡Si no lo veo no lo creo! Consiguen despertarlo y sacarlo de la habitación, no era un espectáculo muy agradable de presenciar.

A los 30 minutos de iniciar las maniobras, Pablo continuaba inconsciente, sin pulso, sin respiración. No reaccionaba. Nerviosos, no queríamos creerlo. No lo conseguimos. ¿Por qué? No se merecía ese final.

De lo que sí estamos seguros y convencidos es que Pablo, a pesar de sus alucinaciones auditivas, delirios y capacidad cognitiva alterada, estaba convencido que el único modo de recuperar su libertad, sentir la paz y descanso era así, de esta forma drástica. Aunque para los que sufrimos el acontecimiento nos supuso un verdadero dolor y fracaso.

Esto ocurrió en el mes de junio, todavía le echamos de menos, y sabemos que Pablo seguiría vivo de no ser por este virus. La COVID-19 le robó su libertad, sus ganas de seguir adelante y su vida. Tal vez no murió contagiado de SARS-CoV-2, pero sí se contagió de la desesperanza, del temor, del aislamiento y de la incapacidad de desarrollar la resiliencia necesaria para continuar esta vida.

Es verdad que nuestro trabajo puede llegar a ser muy duro, pero nuestra profesionalidad nos ayudará para continuar el camino. Seguiremos luchando cada día, por nosotros, por ellos. Esta es nuestra vocación, nuestra vida y nuestra profesión, la Enfermería.

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