Mi rey del ajedrez

Martes, 1 de febrero de 2022

por diariodicen.es

Una habitación llena de cables, un sonido sordo de fondo al que irremediablemente te acabas acostumbrando, ese olor tan característico, aséptico y casi familiar para mí. Y al fondo, ajeno a todo lo que se vive fuera de estas cuatro paredes está el, el hombre que ha cuidado de mí toda la vida, mi referente, mi abuelo, mi amigo, mi confidente y, por último, mi héroe. Él fue quien me enseñó lo que en un principio fue un juego, pero que ahora es un estilo de vida (pero eso os lo voy a contar más adelante).

profesional sanitario dando la mano al paciente
profesional sanitario dando la mano al paciente

Los años no han pasado en balde para él, una incipiente barba blanca y poblada recubre su huesuda cara, esa que siempre significaba hogar, el brillo deslumbrante de sus ojos es ahora muestra viva del cansancio y su fornido cuerpo parece tan frágil como para ser quebrado por un leve suspiro.

El primer recuerdo que me viene a la mente lo protagoniza él, sentado en el patio de casa, con una copa de coñac y jugando al ajedrez mientras un puro se consume en el cenicero. Pasaba las horas allí sentado, fumando y jugando. Cuando fui lo suficientemente mayor me enseñó a jugar, convirtiéndose así, el baile de piezas, en nuestra rutina. Yo llegaba del colegio, terminaba los deberes y pasábamos las horas ideando estrategias sobre el tablero. Había días que la abstracción era tal, que acabábamos con la punta de la nariz roja y los dedos no nos respondían del frío.

El tiempo iba pasando mientras nosotros vivíamos en nuestra burbuja de humo y ajedrez. Sin embargo, todo cambió un día al llegar del colegio e ir directamente a la terraza. Él no estaba y, en su lugar, un hilo de humo salía del cenicero y la copa yacía a medio terminar, pero lo que más me chocó fue ver el caballito negro tirado en el suelo. Mi abuelo era muy cuidadoso con sus fichas (decía que era su pequeño tesoro, el que un día yo heredaría). Desconcertada fui en busca de mi madre y por su mirada enseguida supe que algo había pasado. Ella estaba hablando con alguien por teléfono, aunque me fue imposible seguir ni una sola palabra de lo que decía. A estas alturas yo ya sabía que a mi abuelo le había pasado algo. Mi madre colgó el teléfono y me invitó a sentarme con ella en la salita, donde permanecimos en silencio durante unos minutos, que a mí se me hicieron eternos, hasta que reunió todo el valor que pudo y comenzó a hablar.

Se notaba que estaba intentando ser valiente, valiente por ella, por mí y por mi abuelo. Me contó que cuando llegó del trabajo lo encontró tirado en la terraza, desvanecido y con un color bastante pálido y al lado su caballo negro. Llamó al 112 y en cuestión de minutos llegó la ambulancia para llevárselo al hospital.

No entendía nada, él era un hombre fuerte, era la persona más fuerte que conocía. ¿Cómo era posible que le ocurriera algo así? Inmediatamente después de terminar de explicarme lo que había ocurrido cogimos el coche y fuimos al hospital. Cuando llegamos a Urgencias, la persona que estaba en la ventanilla nos intentó calmar y nos dijo que en cuanto pudiera algún médico saldría a hablar con nosotros del estado de mi abuelo.

Pasaban horas y horas y nadie salía a decirnos nada, no sabíamos qué estaba ocurriendo hasta que, a mitad de la noche, se escuchó por megafonía: “familiares de Manuel Paniagua pasen por el pasillo de Urgencias”. Mi madre y yo nos miramos y ahí pude leer el miedo que transmitían nuestros ojos. Cuando acudimos el médico nos informó de todo lo que había sucedido, yo oía de fondo algo que tenía que ver con el pulmón, pero no entendía nada, solo veía a mi madre que le recorría una lágrima por la mejilla. El médico nos explicó que habían sido horas bastante delicadas, pero que habían conseguido estabilizarlo, que se encontraba muy frágil y deberían mantenerlo en observación y seguir haciendo pruebas.

Un derrame pleural, ese fue el motivo de urgencia, eso provocó los fuertes dolores en el pecho y la elevada fiebre. Ya hacía rato que había dejado de escuchar los tecnicismos con los que se dirigía el doctor a mi madre, en mi cabeza solo retumbaba la necesidad de entrar en esa habitación y agarrar la mano de mi abuelo. Así que interrumpí la conversación con una súplica desesperada de poder entrar y reunirme con él. Solo 5 minutos, fue lo único que recibí como respuesta, suficiente para mí.

Cuando entramos en el box él estaba dormido, rodeado de tubos colgando de palos que llegaban hasta sus venas, el tiempo se paró y vi a cámara lenta, como si se tratase de una película, cómo me acercaba hacia el lado de la cama y estrechaba su mano con firmeza, pero suavemente por miedo a hacerle daño. El calor que percibí me transportó directamente a esta última partida de ajedrez que dejamos sin finalizar. Susurrándole al oído, le dije “tienes que recuperarte para poder echar la revancha”. Para mi sorpresa, mi abuelo me apretó los dedos y entreabrió los ojos, no pude contener ni un instante más las lágrimas, las primeras de muchas. Justo cuando me iba a ahogar en un charco salado, una enfermera entró en la estancia, tocaba medicación.

No sabría explicar lo que sentí al verla, una luz la iba acompañando, tan tierna y tan profesional a la vez, se llamaba Carmen, ella iba a ser su enfermera, una enfermera que más adelante se convertiría en mi modelo a seguir. Al día siguiente las sospechas del equipo médico se confirmaron, era cáncer de pulmón, otra dura prueba por la que deberíamos pasar. Las visitas al hospital fueron cada vez más habituales y la estancia se iba alargando hasta que, irremediablemente, se hicieron permanentes.

Cada tarde, tras terminar el colegio, me acercaba al hospital a pasar la tarde con él y allí fue donde pude ir conociendo a Carmen, la enfermera que desde el primer ingreso de mi abuelo lo había tratado con tanto cariño y delicadeza, como si se tratase de su propio abuelo. Mientras ella le realizaba los cambios posturales con un mimo sobrecogedor, yo no paraba de hablar explicándole las reglas del ajedrez y así, entre confesiones y charlas, con el paso del tiempo nos convertimos en amigas.

Tras esos meses en el hospital me di cuenta que yo quería ser como Carmen y ayudar a los pacientes como ella había ayudado a mi abuelo y a nosotras. Un día, al llegar al hospital como cada tarde y entrar en la habitación me encontré solo con Carmen, estaba vestida de calle, sentada en el butacón donde yo pasaba las tardes, con la cabeza baja y las lágrimas recorriéndole las mejillas. El cáncer le había ganado la batalla a mi abuelo, ya no habría más ajedrez para nosotros. Jaque Mate.

Fue el golpe más duro al que la vida me ha enfrentado, pero de todo lo malo se sacan cosas buenas y yo, a pesar de haberlo pasado tan mal, decidí seguir el camino que la vida estaba poniendo frente a mí. Decidí estudiar enfermería, incluso Carmen me ayudó con alguna asignatura. Ahora trabajo en el mismo hospital en el que visitaba a mi abuelo y jugábamos al ajedrez, en Urgencias, donde no hay día que no recuerde a las personas tan maravillosas que allí encontramos.

Tras la experiencia que viví, intento tratar a todos mis pacientes como si de mi abuelo se tratase, porque detrás de cada uno de ellos hay una historia que merece la pena ser contada.

Arellano Camarero V. Mi rey del ajedrez. Metas de Enferm feb 2022; 25(1):00

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