Relato: El reloj

Viernes, 1 de abril de 2022

por diariodicen.es

El reloj marca las ocho menos cuarto de la mañana y, sin perder un minuto, todos activamos el “modo carrera” que caracteriza las urgencias del hospital. Uno a uno van pasando los pacientes, con sus miedos a cuestas, a la espera de saber qué será lo que causa su mal. A las diez en punto de la mañana llegas tú. Observo algo distinto en tu mirada, no pareces desconcertado, como los demás, por lo que pueda estar pasándote, tienes una mirada que ya he visto antes en alguna otra parte, es una mirada triste y cristalina con una seria expresión oculta debajo de la mascarilla.

Pasillo del hospital | iStock
Pasillo del hospital | iStock

Multitud de preguntas estallan dentro de mi cabeza, pero una resuena sobre todas las demás. Está claro que a nadie le gusta estar enfermo, pero ¿es normal esa mirada? Algo pasa, desde luego mi experiencia no es mucha y solo llevo unos meses en la unidad, pero hay algo que no termina de encajarme. Intento hablar contigo, pero de tu boca no sale ni una palabra, ni siquiera un quejido por el pinchazo de la analítica o por alguna de las pruebas; asientes o niegas con la cabeza si te hago alguna pregunta rutinaria y nada más.

Según transcurre mi turno voy empezando a sentir más y más curiosidad por saber qué se esconde detrás de esa mirada. A medida que avanza la mañana los pacientes comienzan a acumularse y no me queda tiempo para poder acercarme a preguntar cómo está esa persona que tanta curiosidad me causa. Y, como cabría esperar, a las 13 h llega el momento del colapso. Todas las camas del hospital están ocupadas, no se pueden pasar más ingresos, en la urgencia los pasillos llenos de camas y una sala de espera abarrotada. La verdad es que esta situación no me pilla de sorpresa. No es la primera vez que pasa y tampoco será la última mientras esta pandemia siga estando presente.

Ante esta situación de parón, a las 13:30 h por fin saco un rato para poder hablar contigo, esta vez solo hablar, ni una prueba, ni una medicación. La verdad que posible mente yo tampoco habría hablado con alguien al que ni si quiera veo la cara, pero, aun así, enfundada en la bata, con las mascarillas y la pantalla cubriendo mi rostro, me armo de valor para preguntarte qué es lo que causa esa mirada que tan inquieta me tiene.

Notas mi insistencia y por fin te animas a dedicarme unas palabras. Pensé que me hablarías sobre tu enfermedad, ya que el cáncer que padeces no es algo que pase desapercibido, pensé que me hablarías de lo duros que estaban siendo los tratamientos con quimioterapia o de tu experiencia en general. Pero mi sorpresa llega cuando dejas todo eso a un lado y comienzas a contarme tu historia: “Vengo de un pueblo pequeño y humilde, llevo viviendo allí toda la vida, desde que tan solo era un crío. Allí también conocí a mi mujer, era la chica más hermosa del pueblo, me enamoré de ella perdidamente, nos casamos y tuvimos tres hijos. Hace varios años ella murió en un accidente de tráfico y me quedé solo viviendo en la casa del pueblo. Mis hijos venían constantemente a visitarme y mis nietos hacían que la pérdida de mi mujer doliera algo menos, pero hace dos años me diagnostica ron del cáncer que ahora me acompaña. Lo afronté con entereza y durante el primer año procuré mantener mi ánimo y mis fuerzas en lo más alto. Mis hijos me ayuda ron en todo, siempre estuvieron ahí, pero de repente, pasó…”.

No podía dejar de escuchar su historia. ¿Qué pasó? Parecía tener una vida normal, con sus baches, pero había sabido recomponerse, le pedí que prosiguiera mientras seguí escuchando atentamente al lado de su cama. “La pandemia. Al principio, como a todos, me pilló sin saber muy bien de qué se trataba, mis hijos me llamaban constantemente ya que no podían salir de sus casas para visitarme. Las semanas fueron pasando, pero veía cosas horribles en el telediario y hubo un tiempo en el que dejé el tratamiento por miedo a contagiarme del virus. Un par de meses después mi estado empeoró. Estuve varios días ingresado en el hospital, ninguno de mis hijos podía estar a mi lado, no tenía coronavirus, pero mi estado era crítico. En esos días ingresado tuve tiempo para pensar sobre todo en mi mujer, solo deseaba poder estar con ella, que me agarrase la mano y me dijese que todo iba a salir bien. Bien es cierto que no puedo decir que en el hospital no me tratasen bien; las compañeras enfermeras estaban muy pendientes de mi estado, algunas intentaban entretenerme y charlar un rato conmigo, pero la carga de trabajo era tanta para ellas que no podían hacer más de lo que hacían. Cuando me dieron el alta recibí la llamada de mis tres hijos, hasta que me ingresaron la segunda vez. Solo la pequeña me dijo que haría lo posible por visitarme.

Esta segunda vez mis ánimos ya no estaban ni en la mitad de su rango, mis ganas de vivir se desvanecían lentamente. Hoy es la tercera vez que vengo por la misma razón que las dos anteriores. Aunque ya se permite la movilidad en algunos aspectos, mis hijos no han venido a visitarme y casi no me llaman, tienen miedo a contagiarse, por lo que he optado por decir al médico que no hace falta que aviséis a ningún familiar”.

Sus palabras estaban desgarrándome por dentro. Según avanzaba su historia notaba cómo se iba derrumbando, notaba cómo sus ganas de luchar caían hacia un vacío del que no se podrían recuperar. Le agarro con fuerza la mano e insisto en que puede desahogarse todo lo que necesite. Continúa con sus palabras: “Durante esta pandemia muchas familias han perdido a sus seres queridos a causa de contagiarse del virus. Yo no me he contagiado del virus, pero al igual que ellos he perdido a mi familia. Sé que no me queda mucho tiempo de vida y cuando me diagnosticaron el cáncer sabía que había posibilidades de no conseguir vencerle, pero nunca pensé que tendría que enfrentarme a esta realidad yo solo”.

En ese momento solo me quedaban ganas de ponerme a llorar con él. No sabía qué decir y tampoco si mis palabras le ayudarían en algo. “Aquí nunca estarás solo”, comenté finalmente. Me gustaría poder decir que era la primera vez que veía cómo la soledad iba consumiendo poco a poco a una persona, me gustaría poder decir que fue el último paciente al que vi en esta situación; sin embargo, esta pandemia que a día de hoy aún vivimos, nos ha dejado, por desgracia, mucho más que contagios y fallecidos. Nos ha dejado depresión, soledad, egoísmo, y ha ido mermando nuestras fuerzas hasta dejarnos agotados. Él volvió a estrechar mi mano, su mirada volvía a ser cris talina, pero algo había cambiado, ya no se veía tristeza, sino que en su expresión se notaba una gran sensación de alivio y por fin parecía estar en paz.

Creo que sentía que ya no estaba solo. Dos suspiros más tarde su mano sin fuerza soltó la mía.

Autora: Lucía Sanz Matey

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