Relato: El último viaje

Jueves, 2 de noviembre de 2023

por diariodicen.es

Leire Martín comparte su relato con nosotros:

Te estoy imaginando entrando por la puerta del hospital, porque hace unas horas te acaban de dar la fatídica noticia, tus fiebres altas y tu falta de aire se debe a algo que hasta hace un par de años desconocíamos. Te han hecho una PCR y nada más conocer el resultado, una radiografía, y la peor noticia salió a la luz: tenías neumonía bilateral y unas saturaciones de oxígeno bajas.

Te informan de que vas a tener que ingresar. Tu hijo te lleva hasta la puerta de urgencias con una maleta de fin de semana y te deja un smartphone para que podáis hacer videollamadas mientras estés en el hospital, porque él no puede entrar contigo al servicio de urgencias, sería aumentar el riesgo de contagio. Mientras estás en boxes esperando una cama para ingresar, la familia te llama, preocupada, tú no te aclaras con el nuevo móvil, estas muy nervioso.

Relato: El último viaje. Paciente con COVID-19 | iStock

Apenas pasas seis días en la planta cuando tu dificultad respiratoria aumenta y acabas en mi unidad. Entras tumbado en la cama, te acompaña un celador, tu maleta de fin de semana y tu miedo; pasas aquellas puertas en las que pone: 5º D Unidad de Cuidados Intensivos.

Te veo entrar por aquella puerta, pero no la cara entera porque llevas un reservorio para poder respirar; sin embargo, tus ojos lo dicen todo: “tengo miedo”. Me acerco a la cama y me presento: “Hola, Ricardo, soy Leire, la enfermera que va a atenderte hoy. Te vamos a poner unos electrodos, unos cables, para tenerte monitorizado en todo momento y unas gafas nasales que tienen un alto flujo para que puedas respirar mejor”. Ricardo está tan asustado que no creo ni que me esté escuchando, no me contesta. Mira a todas las personas que estamos a su alrededor, solo nos ve los ojos, el traje tapa cualquier otro recoveco de nuestra piel.

Cuando terminamos de colocarle todos los dispositivos me quedo con él en la habitación, ya está más preparado para escucharme y su saturación ha mejorado desde que le hemos colocado el alto flujo; hablamos, pero no mucho, porque la fatiga está latente. Me despido porque mi turno ha terminado y le recuerdo que mañana nos vemos. Me voy a casa dándole vueltas a la situación que se está viviendo actualmente en el hospital, muy dura tanto para los pacientes como para los profesionales sanitarios. La carga de trabajo es inmensa y la carga emocional aún más.

Hoy es miércoles, mi turno es de tarde, llevo toda la mañana acordándome de Ricardo. ¿Qué tal estará? Saldré de dudas brevemente. Entro por aquellas puertas por las que ayer pasaba él, y por las que han entrado demasiadas personas en esta última temporada, todos con su nombre, su maleta, su historia: Carmen, Valentín, Loli, Rafael, Santiago, Manuel…

Me visto con el mono, las calzas, el doble guante, el gorro, la mascarilla FFP3 y las gafas, el mismo ritual de todos los días, y me dispongo a hacer el cambio de turno. Desde el control veo a Valentín, mi otro paciente, lo han extubado. Cómo me alegro. Me acerco al cristal de Ricardo, sigue con el alto flujo, pero está pronado para mejorar su movilidad diafragmática, redistribuir su perfusión y mejorar su ventilación. Laura, la enfermera de la mañana, me informa de que está peor.

Durante la tarde, Ricardo alterna el decúbito prono y el supino, pero su mecánica respiratoria no es buena, está taquipneico, tiene disnea y mucha tos. Entro en el box a las 19:00 h y ya no le puedo aportar más oxigeno ni flujo, hablo con los médicos por teléfono y les comento la situación, van a venir ahora mismo a verlo. Cuelgo, sé lo que pasará en cuanto que vengan, no hay más opciones, vamos a tener que intubarle.

“Leire, estoy muy cansado, no puedo respirar bien”. Mis pronósticos se confirman, los médicos le informan de que tenemos que intubarle; mientras preparan todo y avisan a la familia me quedo con él. Me mira con la misma cara con la que entró aquella mañana, pero sin titubear me dice: “Sé que probablemente no salga de esta, muy pocos logran despertarse”. Cuando escucho aquellas palabras me falta el aire, quiero llorar, pero tengo que ser fuerte y no puedo mentirle porque nadie sabe si volverá a despertar o no. Aun y así intento animarle: “Vamos a hacer todo para salgas de esta, Ricardo”.

Mi turno termina y me voy a casa triste, pero con esperanzas de que todo vaya bien. Pasan los días y Ricardo sigue con un tubo que lo ventila y mil complicaciones más. Valentín, mi otro paciente, por el contrario empieza a ver la luz. Comienza a recibir rehabilitación, lo sentamos en el sillón, hacemos vídeollamadas con sus familiares para que pueda verlos, hacemos desconexiones programadas del respirador y tiene fuerza suficiente para echar sus flemas por la traqueotomía.

Estoy en el control de Enfermería y empiezo a escuchar un teléfono móvil, nos miramos los profesionales entre nosotros, no sabemos de dónde viene el sonido, no es ninguno de nuestros teléfonos. Intento seguir la música que me lleva hasta el cristal de Ricardo, una luz destella dentro de la habitación. Entro, pone Joaquín. Me quedo con el teléfono en la mano, paralizada, miro a Ricardo, miro el teléfono, dejo que suene, no puedo cogerlo. Esta llamada me hace recordar las conversaciones que tuvimos antes de que fuera intubado. Miro su maletín de fin de semana.

Inmediatamente tengo que salir de la habitación con las emociones a flor de piel, intento seguir con mi trabajo y hablo con una compañera para desahogarme; ella está igual, esta situación nos quema por dentro.

Pasan los días, y Valentín ya está preparado para irse de alta, recojo su maletín de fin de semana y sus informes. Le agarro de la mano, le aprieto y me aprieta (por fin tiene fuerza para hacerlo), contento me echa una mirada cómplice, creo que no existe mayor complicidad que esta. Hemos pasado tantos días juntos, luchando para que saliera adelante… y lo ha conseguido. Le brillan los ojos y a mí también. Hoy me voy a casa feliz, esperanzada y orgullosa de ser enfermera.

Tengo unos días libres y, cuando pasan, llego con energía a mi primera mañana después del descanso. Me visto y entro a recibir noticias de Ricardo. Me informan de su gravedad, ya no hay más que hacer, me quedo sin hablar unos instantes, la alegría que tenía se esfuma. Hoy por la mañana vendrá su familia a despedirse.

Son las 12 de la mañana, entra su mujer e hijo a despedirse, se hace el silencio en la unidad, los acompaño hasta la habitación de Ricardo, no pueden contener las lágrimas. Llevan 17 días sin verle y no pueden hablar con él, ni si quiera saben si les está escuchando, lloran desconsoladamente porque ya no hay nada más que se pueda hacer, Ricardo no podrá respirar nunca más él solo, ni caminar, ni besar a su mujer, ni a sus hijos, ni nietos… Todo esto ha acabado.

Los familiares salen de la unidad abatidos, rotos por dentro, porque esta enfermedad les ha robado a una de las personas más importantes de su vida: a su padre, marido, abuelo, amigo. Les doy lo único que les puedo dar, palabras, un abrazo con el plástico del buzo por medio, frío, sin calor ni contacto de piel. Recojo el maletín de fin de semana de Ricardo, hoy ha terminado su último viaje.

Autora del relato

Leire Martín Cuadrado

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