Relato: Un mal día en el Edén

Lunes, 3 de abril de 2023

por diariodicen.es

Autor del relato: Ángel Valbuena Prats

Aunque sabía que Anwar era capaz de conducir con los ojos vendados por entre las calles de Bagdad, no paraba de mirarle de reojo cabecear sobre el volante mientras sorteaba el denso tráfico de coches, cabras y asnos, o los niños golpeando los cristales blindados de la ambulancia pidiendo algún billete de poco valor. La vuelta a la ciudad se sentía pesada después de una misión que nos había llevado todo el día acompañando un convoy.

—Una misión curiosa para una enfermera —pensé— ¿Qué puede salir mal al visitar un campo de minas del tamaño de Sevilla?

Al llegar al anillo exterior de Bagdad la columna de vehículos se separó, nosotros íbamos en otra dirección. Todo parecía tranquilo y conocíamos bien el camino. Seguridad no informó de ningún problema y seguimos adelante sin escolta. Quizás ese fue el problema, el agotamiento y las ganas de llegar no nos hizo ver lo que vendría a continuación. Dentro de un coche blindado no puedes oír nada del exterior, por eso tienes que estar siempre observando. No pudimos ver ni oír al vehículo que se acercaba a toda velocidad hacía nosotros. Fue el impacto de las dos primeras balas en el cristal lo que nos alertó.

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Anwar intentó salir de allí instintivamente antes siquiera de que el miedo se hiciera presente, pero el terror generalizado bloqueó todo el tráfico dejándonos atrapados. Las balas que golpeaban el armazón producían un ruido tan terrible que parecía que estuviésemos dentro de una campana, despertando nuestro pánico, y los cristales no aguantarían mucho más.

Milagrosamente, una patrulla de la policía que se encontraba cerca empezó a responder al fuego de los hombres que nos atacaban, desviando su atención de nosotros, pero no sería por mucho.

No tuvimos más remedio que salir del coche y correr tan lejos como pudimos, así que, sin pensarlo, tomamos los chalecos antibalas, mi bolsa médica, abrimos mi puerta y salimos corriendo en dirección contraria de donde nos habían estado disparando.

Tras un par de centenares de metros corriendo entre los coches y una multitud despavorida, sentí un golpe terrible en la espalda que me tiró al suelo, un segundo después oí un grito de Anwar.

Me giré y le vi tirado al lado de mí presionando su pierna derecha ensangrentada. Instintivamente me llevé la mano a la espalda, no me llegaba bien al punto donde había sido golpeada, pero mis dedos no volvieron manchados de sangre. Me erguí y tiré del chaleco de Anwar animándole a levantarse y seguir. Ahí supe que no llegaríamos muy lejos, y desesperada miré a todos lados hasta encontrar un callejón que se abría entre dos edificios.

Anwar apenas podía caminar, jadeaba y a cada segundo cargaba más peso sobre mi espalda, sentía que yo misma iba a desfallecer. Casi ya llegando a mi límite, una anciana nos detuvo el paso al tiempo que señalaba una puerta a su izquierda. No entendí, no supe qué hacer.

Entonces Anwar gimió y le miré, estaba pálido, y mi mente se enfrió. Obedecí y corrí tirando nuevamente de mi compañero hacia lo que resultó ser una vivienda hasta encontrarnos en una habitación llena de niños y mujeres jóvenes.

Mi compañero cayó inmediatamente inconsciente al piso y reparé que no había tratado su hemorragia. Me desprendí de mi bolsa de la espalda y descubrí con horror que estaba reventada, una bala la había perforado y golpeado en el escudo de mi chaleco, de ahí el dolor. Aun así, la abrí desesperada y busqué una gasa de combate y un vendaje israelí, introduje mis dedos en su herida hasta que la hemorragia cesó y procedí a tamponarla. El vendaje funcionó, pero el estado de Anwar no mejoraba. Pensé, pensé con fuerza, ¿qué hacer?

Me olvidé, no había pedido ayuda ni había dicho a nadie dónde estábamos. Miré a los ojos de unas nueve personas que me observaban en silencio muy asustadas. Me quedé en blanco, pero necesitaba saber dónde estábamos y no veía allí a la anciana. Pregunté en inglés, pero no obtuve contestación, entonces dije algo que sabía en árabe, y una de las jóvenes me respondió al final un nombre. No necesité más, tomé la radio y comuniqué todo lo que había pasado y el lugar. Malas noticias, el combate era muy activo, con mucha gente involucrada y el acceso estaba cerrado. Podían pasar horas hasta que pudiesen enviar ayuda.

Estábamos solos y debía mantener a Anwar con vida. Abrí mi bolsa y conseguí rescatar un par de sueros y algunas medicinas, como ácido tranexámico. Luego le quité el chaleco, le elevé las piernas con cuidado y comencé a evaluar su estado. Mi espalda me dolía terriblemente.

Al tiempo que la medicación fue cayendo con el suero, los disparos se fueron alejando, entonces vi aparecer de nuevo a la anciana. Me miró con dulzura y le hizo un gesto a una de las jóvenes, esta me llevó al aseo. Fue allí donde descubrí frente a un espejo un rostro pálido, aterrado y polvoriento salpicado de sangre, estaba muy asustada. Me quité el chaleco y comprobé que la bala había abollado el escudo. Al descubrirme la espalda vi un cardenal negro al lado izquierdo de la espina dorsal, tendría posiblemente una o dos costillas rotas. El dolor era enorme.

Me lavé la cara, las manos y el pelo hasta que me serené, después fui a ver a Anwar y comprobé que los sueros ya se habían acabado, pero su estado no mejoraba. Estaba cianótico, sin relleno capilar, sin pulso radial y su circulación era rápida y débil. Miré como una tonta mi bolsa vacía y los botes de cloruro sódico vacíos que colgaban del techo pidiéndoles ayuda. No sabía qué más hacer. Me derrumbé y mi vista cayó al suelo hasta encontrarme de frente con su chaleco.

Fue cuando, sin querer, reparé en un pequeño parche que llevaba pegado, su grupo sanguíneo.

No podía creérmelo, era el mismo que el mío. ¿Qué posibilidades había? Me puse a pensar y por más que quise desechar la idea, cada vez que le daba una vuelta más, esta volvía con más fuerza. Anwar no podría sobrevivir ni siete horas en esa situación, así que convencida, aunque muy asustada, tomé uno de los sistemas de suero que colgaban vacíos, tal vez tan desesperados como yo; hice un empalme, me perforé la vena con el Abbocath más grande que encontré y uní los sistemas para hacer una transfusión directa.

No sabía si iba a funcionar. Me mantuve de pie comprimiendo mi brazo para dirigir el flujo sanguíneo y me puse a rezar ante la atónita mirada de las jóvenes. Dejé pasar unos minutos hasta que por fin respiré aliviada al volver a sentir el pulso de Anwar en su muñeca. No se mantenía despierto, pero conseguí que reaccionara. Incluso recuperó algo de color, eso ya me daba la vida.

Caí rendida al suelo y me senté. Ya más tranquila me volví hacia nuestros salvadores y me di cuenta de lo humildes que eran, yo diría que incluso pobres. Me eché a llorar, pero otra de las jóvenes trajo un plato de comida y me lo ofreció. Miré a los niños, quise rechazarlo, pero no me lo permitieron. Entonces metí mi mano en el bolsillo y saqué todo el dinero que había en él sin mirarlo, igualmente lo rechazaron. Nunca me sentí tan mal ni me costó tanto comer, pero me devolvió el ánimo y la estamina. Un par de niños se acercaron y se sentaron a mi lado y al de Anwar, envolviéndole en una manta.

Sin querer me quedé dormida. No sé cuánto tiempo pasó hasta que mi radio empezó a sonar a todo volumen. Me desperté sobresaltada con mi mano tomando la de mi compañero. Había anochecido. Miré a todo el mundo, también parecían sobresaltados; y después a mi compañero, aún respiraba. Respiré.

Me identifiqué y contesté. Nuestros compañeros habían conseguido introducir dentro del cordón dos coches de paisano y nos estaban esperando en la puerta. Al mismo tiempo la anciana volvía, esta vez con la cara más esperanzada, indicándome que había gente buscándonos en la calle. Nos ayudaron a salir y nos metieron dentro de cada uno de los maleteros, llevándonos lejos de allí, lejos de un día que hoy, ambos recordamos como el mejor que pudimos tener.

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