Relato: Estar

Viernes, 1 de diciembre de 2023

por diariodicen.es

Relato enfermero: María, médica a punto de jubilarse, se enfrentó con valentía a un mar encrespado, pero la sexta ola la sorprendió, y aquella mañana de diciembre no pudo atender a los pacientes que tenía citados en Consultas Externas. Su disnea y su ceño fruncido se acentuaban al compás del chirriar de unas ruedas que se detuvieron en el box ocho de la UCI COVID.

—Soy Irene, tu enfermera —me presenté, señalando mi nombre rotulado en la bata.

Asintió sin articular palabra y sin sonrisa añadida, pues poca gracia le hacía el que unas manos desconocidas le quitaran el camisón e invadieran de cables su cuerpo. El jabón logró que su anillo se deslizara y una aguja subcutánea abrir el antiguo cierre de un collar que también se resistía a separarse de ella. Aquel suave tintineo que provocaron las joyas al ser introducidas en un sobre despertó mi imaginación, y visualicé lo poco que le debió preocupar esa madrugada, en la que respirar era su única ambición, que combinaran o no con esa ropa que ahora se asfixiaba en una bolsa anudada a la cama. Despojada de todo lo suyo, ocultó su desnudez estirando de la sábana, pero un electrodo despegado me obligó a descubrir su pecho y, acto seguido, reiteré mis disculpas al destapar su brazo. Tras el molesto pinchazo, la residente canalizó una vía arterial, y cuando hice el cero en el transductor de su sistema el monitor encontró otro motivo para alarmar.

—Me gustaría no saber —confesó María al visualizar en la pantalla cifras que asustaban.

—Intenta no pensar —le aconsejé sabiendo que no lo conseguiría.

Y me la llevé a casa. En mi primer contrato de trabajo mi coche solía llenarse de pacientes al acabar el turno. Las más veteranas, viéndome desbordada, me aseguraron que con el tiempo no me iría tan cargada. Habían pasado los años y aunque ya no era lo habitual, algún paciente, de tanto en tanto, se colaba en el asiento de atrás. Aquella noche, cuando exhausta apoyé mi cabeza en la almohada apareció ella, con esas patologías que agravaban su pronóstico y con su mirada apagada, que no se iluminó ni con la luz que, desvelada, encendí para sumergirme en soporífera novela.

Relato: Estar

En la tempestad los días avanzaban despacio, pero comenzaba a perder altura la malvada ola y se respiraba en el ambiente una calma tensa. Formamos con más frecuencia pasillos de aplausos, se redujo el número de ingresos y por fin pudimos recrearnos en el bello arte de cuidar, detenernos en los no por pequeños poco importantes detalles. María fue testigo de esas emotivas despedidas y deseaba ser la próxima protagonista, pero sabía que la evolución tórpida de su neumonía lo impediría. Se llenaron de bombas de perfusión sus pies de gotero, de llaves de tres pasos las luces de su vía central y de conversaciones en esos momentos en los que la fiebre y la tos la respetaban.

Me habló de sus nietos, de sus muchos proyectos y de sus miedos, y yo la escuché a menos de dos metros y sin distancia emocional, bajando la guardia, tal vez porque en su taquilla la esperaba una bata idéntica a la mía.

Era domingo y estrenaba turno de doce horas. El largo relevo de mi compañera, fruto de una mala noche, y la visión del material de intubación frente al box ocho me hizo presagiar que el día no sería mejor. Protegí con gorro desechable mi cabello e introduje un rebelde mechón que de él escapaba.

El pijama no era de mi talla y se pobló de profundas arrugas cuando anudé a la cintura una bata impermeable, sustituta de ese mono blanco que ya no utilizábamos. Ajusté la mascarilla a una nariz que se teñiría de rojo; me coloqué esas poco favorecedoras gafas que se empañarían, y elegí unos guantes pequeños que, piadosos, contendrían el temblor de mis manos. Ya me lo sabía, cinco olas fueron mis maestras, pésimas maestras, porque me hicieron vivir malas experiencias y solo me enseñaron a protegerme por fuera. Deseé intensamente que las puertas se deslizaran despacio para retrasar unos segundos el momento al que temía enfrentarme, pero se abrieron a mayor velocidad de lo acostumbrado para luego, a mi paso, cerrarse todavía más rápido, celebrando la exitosa captura con silbante sonido. La gran necesidad de mí que en María percibí me transmitió la fuerza necesaria para sostener su mirada apagada, para hinchar pecho, sacar músculo y rellenar las arrugas de mi pijama, y me aproximé con paso decidido, aplastando inseguridades. Respiración superficial, gotas de sudor brillando en sus sienes y cama revuelta por un fiel desasosiego. De reojo localicé el ambú, las sondas y el aspirador; comprobé los ritmos de perfusión de los sueros, reemplacé uno agotado por otro colmado de esperanza y, aunque sus sistemas pedían a gritos ser desenredados, prioricé estar a su lado.

—Dame un poquito de agua —me rogó con sutil sonrisa de bienvenida.

Aflojé el arnés y gasas humedecidas refrescaron unos labios que sedientos de tanto no se conformaron con tan poco. El respirador de ventilación no invasiva se valió de su insistente alarma para alertarme de que le era imposible alcanzar el volumen programado; el monitor le imitó al caer en picado su saturación. Ante semejante alboroto di por finalizado el descanso y ajusté de nuevo su máscara facial. En ese instante las puertas se deslizaron y pronto celebraron la nueva captura con silbante sonido.

—Buenos días —dijo el anestesista sin entusiasmo —. ¿Cómo estás, María?

—Cansada —respondió arqueando ligeramente sus cejas.

—No traigo buenas noticias: la analítica y la radiografía han empeorado —hizo una pausa—. Tendremos que intubarte.

Ella cerró los ojos, tal vez queriendo transformar ese momento en pesadilla, pero su estrategia fracasó y al abrirlos se topó con una realidad que no se esfumaba.

—¿Puedo ver a mis hijos antes de que me sedéis?

Por fortuna ya estaban permitidas esas visitas tan añoradas en las otras olas, esas que despistaban a la soledad y regaban las ilusiones que entre pitidos se marchitaban.

—Quédate conmigo hasta que llegue mi familia —suplicó María agarrando mi mano.

Me senté en el reposabrazos del sillón, a su altura, muy cerca, sin soltarla. Busqué palabras de aliento, pero ante escenario tan desolador lo único que encontré fue un débil suspiro. Enemiga de mentiras piadosas descarté el fácil “todo irá bien” y decidí, haciendo derroche de pocos recursos, hablarle del tiempo.

—Los árboles se balancean sin descanso —dije mirando la ventana que se encontraba fuera de su campo de visión —, y aunque está nublado no cae ni una gota.

Arrepentida de mi frase vacía sellé mis labios. El estruendo que provocó mi silencio despertó en ella serias sospechas de que estaba hundiéndome en una fangosa impotencia, en la que probablemente ella, como profesional sanitaria, también había quedado atrapada en más de una ocasión.

—Solo quiero que estés —dijo con un hilo de voz.

Propofol, cisatracurio, laringoscopio, tubo, decúbito prono, óxido nítrico… Celadoras, auxiliares y anestesistas fueron, poco a poco, abandonando el box ocho. Yo terminé de conectar a su catéter los sistemas retirados durante la movilización… y cogí su mano. Era consciente de que, habiéndole robado la consciencia, probablemente ya no necesitaba sentirme, pero yo a ella sí. El recién estrenado sonido de las gotas golpeando la ventana atrajo mi atención; vi los árboles balanceándose sin descanso, y sus hojas y mis ojos se empaparon.

A los dos días María se marchó envuelta en un respetuoso silencio que todo lo llenaba, rodeada por los que en siempre viviría, y algo de ella quiso quedarse en mí. Desde aquel frío domingo suelo escuchar, de cuando en cuando, el eco de su voz, con más intensidad cuando soy víctima de las inhumanas prisas.

—Solo quiero que estés.

Entonces miro a los ojos a mi paciente y, brille el sol, se nuble el cielo o llueva, ESTOY.

Autora del relato:

Rosa María Jorge Guillem.

Enfermera. Unidad de Cuidados Intensivos. Hospital General de Valencia. Valencia (España).

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