Relato: Sobre el dolor de María

Jueves, 1 de junio de 2023

por diariodicen.es

Relato: Era viernes. Acabábamos de regresar de un almuerzo con el grupo de trabajo encargado de discutir un tema relacionado con los informes de calidad del servicio, y nos disponíamos a disfrutar de las actividades de las ferias que se avecinaban en la ciudad de Bucaramanga.

El cielo estaba despejado como de costumbre y matizado por un inmaculado azul que, al observarlo, generaba una agradable sensación de tranquilidad.

Al franquear el umbral del Servicio de Oncología y Radioterapia, medio cegado por el reflejo de la luz del sol en los grandes ventanales de la sala de espera, pude observar una escena como sacada de un filme surrealista. Todo se inicia con la percepción de un llanto triste y trémulo, de aquellos que quiebran con profundidad el alma, que se propagaba sigilosamente hasta desvanecerse dejando una sensación incómoda y desagradable.

Relato: el dolor de María

En la sala de espera, apoyada sobre la puerta del servicio, se encontraba una mujer que aparentaba unos 40 años. Su rostro reflejaba un sentimiento de rabia e impotencia y su voz, un sonido indescifrable al hablar y llorar al mismo tiempo. La palidez de su rostro apenas contrastaba con el color blanco de las paredes de la sala de espera y alrededor de ella un grupo de personas le pedían que se calmara.

Al observar el evento fui testigo de la confusión que se presentaba en la sala: la auxiliar de Enfermería le informaba a la mujer que en ese momento los médicos no estaban disponibles; la secretaria del servicio le preguntaba por la entidad aseguradora de salud a la que pertenecía; la joven encargada de los servicios de limpieza de la unidad, caracterizaba por su discreción, escuchaba conmovida la situación y la supervisora, tan pálida como la señora misma, denotaba impotencia al no encontrar una solución para resolver aquella desagradable situación.

Mientras tanto, la protagonista de la escena levantaba con su mano pálida y temblorosa una hoja de color blanco que dejaba ver un conjunto de letras diminutas como alas de insectos que, unidas entre sí, presagiaban sucesos con un profundo tinte de fatalidad.

¿Qué ocurre? ¿Por qué todas están tan alteradas? Volviéndome a la mujer, la interpelé: ¿Cómo se llama usted? ¿Cuál es el motivo de su llanto? El personal asistente allí presente trató de explicarme la situación, pero les indiqué que se calmaran y regresaran cada una a sus tareas. Mi nombre es María, respondió. Le pedí que me acompañara a uno de los despachos para poder hablar tranquilamente.

Invité a un compañero de Trabajo Social que me acompañara y entráramos a la consulta número tres por ser la más agradable del servicio por su iluminación y privacidad. No niego que me sentí un poco incómodo. Estaba percibiendo al natural una respuesta humana que reflejaba temor, angustia y ansiedad.

Indagué cuál era el nombre de la persona a quien correspondía el resultado de la prueba diagnóstica. Ella replicó que la prueba de patología era de su único hijo, la luz de su vida, y que el resultado era el motivo de su angustia. María dejó de llorar y sus ojos se encontraron con los míos. Al mismo tiempo, levantó su cabeza y prosiguió a contarme su historia en voz baja: hacía unos días, por casualidad, ella había descubierto un bulto en la axila de Andrés, su hijo de 12 años, y el informe que llevaba en las manos era el resultado de la biopsia que le habían hecho.

El rostro de la mujer nuevamente palideció y de sus ojos asomaron pequeñas lágrimas que lentamente se deslizaban por sus mejillas. Aquello era el motivo de su desesperación y desdoblando el papel con sus manos temblorosas, con un tono de voz profundamente triste, María dijo que, según el informe, su hijo sí tenía células tumorales malignas.

No sé el porqué, pero no creí en un primer momento esa afirmación, de forma que le pedí, por favor, que me dejara leer el contenido de la hoja. La hoja tenía una inscripción en alto relieve con un microscopio encerrado en un círculo de color azul y un título degradado de laboratorio de patología con letras más oscuras. Tan pronto desplegué la hoja, me apresuré a leer su contenido –¡aún me pregunto por qué aquella vez no inicié la lectura del informe con la conclusión diagnóstica!–, empezando por los datos de identificación de Andrés, el nombre de su hijo.

María me interrumpió súbitamente al repetir sin pausa: “Sí, tiene células tumorales malignas. Sí, tiene células tumorales malignas”. Repitió, asimismo, que Andrés era solamente un niño de 12 años, su único hijo, y que ella le había pedido el favor a su médico de que le ordenara una biopsia de una masa en la axila que días atrás ella había descubierto por casualidad en el cuerpo del niño y que, en efecto, su hijo tenía una grave enfermedad.

¿Será un linfoma? exclamó María, y se extendió en su narración desde el momento en que se acerca a la oficina del laboratorio y la secretaria le entregó el sobre del resultado del examen patológico de Andrés hasta su salida del laboratorio. Allí, esperó a estar sola para abrir el sobre y observar la descripción del diagnóstico clínico: “Ganglio axilar derecho si células tumorales malignas”.

Entonces, María manifestó haber perdido la noción del tiempo y haber caído en un abismo sin fondo de miedo y frío. No entendía qué ocurría ni cómo llegó a la Unidad de Oncología del hospital.

Respetando siempre su dolor, aguardé el momento más oportuno para tomarle la mano y tratar de tranquilizarnos. No le ofrecí alguna bebida como se acostumbra en estos casos, pues sentí que la comunicación se perdía y que no era el instante adecuado. El trabajador social entendió el mensaje y no interrumpió. Retomé el control de la situación y me dispuse a leer de nuevo y en alto el resultado de anatomía patológica, los datos de identificación y el estudio tanto macroscópico como microscópico, así como la impresión diagnóstica. Pero estos últimos datos en ningún momento informaban de ninguna enfermedad en particular.

Dejé escapar una leve sonrisa en ese momento, pero no levanté la mirada del informe de manera que mi interlocutora no advirtiera mi expresión. Volví a leer el diagnóstico: “Ganglio axilar derecho si (sic) células tumorales malignas evaluadas en la muestra”. ¡Era tan rara la redacción! ¿No querría decir “Ganglio axilar derecho sin células tumorales malignas evaluadas en la muestra”? ¿Se trataba de un error tipográfico del informe patológico?

Tomé su brazo, la miré con afecto y le pedí que me disculpara un momento porque debía hacer una llamada telefónica. Una duda retumbaba en mi cabeza: ¿era un error tipográfico? Ocultando mi ira por el malestar que María tuvo que soportar injustamente me dirigí de inmediato a mi oficina, tomé el teléfono, marqué al laboratorio patológico, pero nadie respondió. Insistí una y otra vez, pero fue en vano. Supuse que no volverían hasta más tarde.

Hablé entonces con los patólogos de mi hospital y al explicarles la situación se movilizaron rápidamente, se informaron, y su respuesta fue contundente, era un error tipográfico de transcripción y quería decir sin células tumorales malignas.

Regresé a la consulta para compartir la buena noticia con María, pero no la encontré allí. La busqué en la sala de espera y en toda la unidad, pero tampoco tuve éxito. Regresé a mi oficina y vi en el escritorio, cerca de la agenda de programación de actividades, un delicado mensaje escrito en una pequeña hoja. Expresaba un agradecimiento breve pero poderoso: «Gracias por su ayuda». Entonces entendí que mi leve sonrisa le había dado la clave. Creo que debió de ir al laboratorio.

Relatar esta experiencia profesional y personal es un reflejo de una cotidianidad que sobrepasa el protocolo y que se materializa en un momento de reciprocidad que integra a la persona y el profesional en un evento complejo. Esta situación requiere de una intervención enfermera cuyo propósito es la expresión de sentimientos, los cuales son abordados desde la práctica del cuidado basada en la mejor evidencia científica, experiencia profesional y el mayor respeto al ser humano.

Autor del relato:

Henry Mauricio Puerto Pedraza

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