La vida es una gran autopista donde te vas encontrando a muchas personas en sus carriles de ida y vuelta. En esas vías se reproduce la vida tal y como es, con sus alegrías y sinsabores, que se van almacenando en el bagaje de cada persona, siendo ese bagaje el que nos proporciona la sabiduría del entendimiento y la capacidad para adaptarnos a los problemas que seguro aparecerán a lo largo de nuestra existencia.
Hace tiempo conocí a una gran persona en mi hospital, un hospital que se asemeja mucho a esa autovía que nos pasea por el mundo cada día con infinidad de calles e infinidad de caras, historias y sentimientos que traducen la verdadera religión de las personas mediante la comunicación.
Es aquí donde comienza el sincero homenaje que deseo hacer a una persona que hace años estacionó su vida para llenar su depósito de esperanza nueva. Todo ocurrió en 1983. Los avances en Medicina no eran los de ahora y las técnicas quirúrgicas, en según qué patologías, comenzaban a desarrollarse con todo lo que ello implicaba: técnicas cruentas y secuelas insalvables. En esta etapa, mi amigo Jesús conoció su destino: cáncer de laringe. La palabra ya le proporcionó un sudor frío que recorrió su espinazo y le situó de golpe en la dura realidad.
Eran cincuenta años de vida, una vida dedicada a múltiples trabajos y al cuidado de su mujer. La sola reverberación del término le introdujo en un pensamiento de muerte sin retorno. Aquella época no era la de ahora. Hoy se le hubiese practicado sesiones de radioterapia y quizás no hubiese perdido su don más importante: el habla.
Pero como ya he mencionado anteriormente, eran otros tiempos. A pesar de todo, mi amigo Jesús salió airoso de su reto con la muerte. No recibió educación sanitaria, ni rehabilitación integral, términos tan imprescindibles en la sanidad de hoy en día que implican que el enfermo ha de conocer las directrices de su enfermedad y sus cuidados habituales. Jesús se marchó del hospital con una cánula de plata y muchos miedos e incertidumbres.
Pero como todo en la vida es una lucha de superación y adaptación constante tuvo la fuerza necesaria para imponer su impronta y descubrir que el ser humano, como tal, tiene fuerzas internas que le obligan a batallar el día a día y Jesús lo averiguó con el paso de los años. Jamás tuvo una infección, un hecho tan cotidiano en estos enfermos. Solía decir que su brillante cánula de plata era una medalla que le había ganado a la vida.
Durante 25 años Jesús ha ido controlando su enfermedad y le he ido viendo por los pasillos del hospital, siempre con la cabeza alta, bien arreglado, aunque delgado y delicado, pero con ganas de vivir una vida plena junto a los suyos. Este año nos dejó. Su entierro fue multitudinario. Parece mentira que una persona sin voz se haga sentir tanto.
Todos estos años fui conociendo al enfermo, pero más si cabe al hombre, a su persona, a su talante especial e inolvidable, a la dignidad con que vivió su enfermedad.
Siempre pensamos que las enfermedades duras les tocan a los otros, a nuestros vecinos; pero si en el fondo me tocara a mí, por esas cosas del destino, me quedaría con el ejemplo de la dignidad con que Jesús abordó la suya.
Desde aquí, en mi rinconcito del hospital, mando un abrazo al firmamento celeste que seguro ese día estaba plagado de luceros refulgentes para recibir a otra estrella tintineante.
Un adiós y hasta siempre Jesús.
Delgado Guerra I, Rodríguez Arévalo MJ. A mi querido amigo Jesús. Metas Enferm sep 2015; 18(7): 78