Fue en ese año, en 2020

Viernes, 5 de noviembre de 2021

por diariodicen.es

“Año bisiesto, año funesto”. Quién nos lo iba a decir. Si muchas veces el refranero español supera cualquier vaticinio “brujeril”. Lo cierto es que nos encontramos inmersos en una pandemia global, tan execrable y lastimosa para miles y miles de víctimas que han fallecido por su causa. Sí, por su causa. La de un microorganismo que ha puesto en jaque a toda la población mundial. De este “bichito” poco aún se conoce. Se están realizando estudios para intentar aniquilar, anular o debilitar su acción y efectos demoledores, ominosos y lamentables, pero todas las investigaciones son pocas para intentar comprender a ese “enemigo” que nos amenaza.

Realmente desconozco por qué me vienen ahora estos pensamientos. Será porque me ayudan a organizar mis ideas. Hace ya 15 días que me ingresaron. Me llamo Salvador. Y esta es mi historia. Tengo 54 años y una hermosa familia. Mi mujer, Alicia, y un hijo, Christian, del que estoy profundamente orgulloso, pues es enfermero. Por él y sus sugerencias, cada momento libre que tenemos mi mujer y yo participamos en varias ONG, así como varios proyectos dedicados al acompañamiento de personas mayores y atención a la inmigración. Todo es poco para poder ayudar en estos tiempos difíciles. Él se ocupa de volcarse en misiones de cooperación internacional en el Congo durante sus vacaciones estivales. Mi mujer y yo no lo acompañamos, pues el idioma nos frena mucho.

Quizá sean divagaciones de un enfermo, pero intento centrarme en este ambiente tan complicado. Bien, recuerdo que el 8 de abril me empecé a encontrar mal. Lo recuerdo perfectamente porque era mi cumpleaños. No quise celebrarlo, por las circunstancias que nos acompañaban, y por el confinamiento en el que nos veíamos obligados a estar. Los accesos de tos eran cada vez más acusados y mis visitas al baño, más frecuentes. Presentaba una diarrea “rara”. Me pesaba cada vez más la cabeza. Un dolor frontal fuerte. Lo achaqué al estrés ante la nueva situación, pues en mi empresa, en la que soy informático, organizaron todo para poder teletrabajar y las tareas se acumulaban, con uno y mil problemas acuciantes y que requerían rápida resolución. Hasta que, a media tarde, empecé a encontrarme realmente mal.

Me empezó a faltar el aire, a duras penas podía caminar dada la enorme fatiga. Y llamé a mi hijo. Él trabajaba en un centro de salud, hasta que lo trasladaron a IFEMA. Me dijo que fuera rápidamente a nuestro hospital de referencia, el Ramón y Cajal, y ahí fuimos mi mujer y yo. Ella me acompañó hasta la puerta de urgencias, pues no la permitieron acompañarme, para evitar más riesgos, y la instaron a permanecer confinada en casa, a expensas de mi resultado. Y desgraciadamente, fui contagiado por la ya tan famosa COVID-19. Ella también se realizó el test y fue un alivio cuando me informaron de que fue negativo. Las urgencias, aquella tarde, aparecían como una vorágine de personas, entre sanitarios y pacientes, por todas partes. Un caos organizado gracias al trabajo inestimable de todos los que allí trabajan. Tras el triaje, realizado de forma precoz por una enfermera, presta a atender y derivar rápidamente a los pacientes más graves, me trasladaron a la sala de emergencias. Me hicieron una analítica, me administraron oxígeno, y me trasladaron a la UCI, la “UCQ” como la llaman: “la unidad de críticos quirúrgicos”, reconvertida en unidad para enfermos afectados por COVID-19. Allí, de nuevo, sanitarios por todas partes, vestidos y protegidos por unos buzos blancos, unas gafas, y una pantalla “extraterrestre”. Rápidamente, me pidieron el teléfono de contacto y me informaron de que tenían que ponerme un tubo para poder respirar, y que me iban a dejar sedado unos días. Así fue. Y parece ser que tuvieron que pronarme, como dicen ellos, en el idioma no-sanitario, ponerme boca abajo, de toda la vida de Dios), en varias ocasiones, e intentar distintos tratamientos.

He podido ver desde los cristales del box individual sus caras de preocupación. Les veo correr por los pasillos, ponerse esos buzos blancos y, tras arduas duras horas, retirarse esa carcasa bañados en sudor, cansancio y desconsuelo. Yo me conozco los nombres de todos ellos. Las caras no, porque todas me parecen iguales. Hoy me cuida Jesús, un enfermero extraordinario. Siempre habla conmigo y, con una exquisitez absoluta, me tiende la mano para que no esté preocupado. Él es el encargado de administrarme toda la medicación y atender a todas mis necesidades, que mi cuerpo esté hidratado y lo más cómodo posible. Lleva varios días que ha hecho posible que pudiera estar en contacto con mi familia a través de una videollamada por una tablet donada al hospital. Él ha sido el intermediario entre mi familia, mi querida Alicia y Christian y yo. Ha podido calmarme y ha secado mis lágrimas ante esa dicha diaria. Qué labor más grande hacen todos. ¡Estoy tan orgulloso de que mi hijo haya elegido esa profesión!

Ahora veo todo lo que tiene que hacer. Y es realmente maravilloso, porque, aparte de tener que disponer de amplios conocimientos, realmente reconfortan al paciente vulnerable. Su voluntad tan férrea, valores inigualables como el de la empatía, y esa voluntariedad absoluta que tanto admiro. Yse “saber estar” en todo momento. Pero hoy veo que es diferente. No me encuentro nada bien. No hace falta que me diga nadie nada. Lo veo en sus caras angustiadas. Hoy Jesús ha contado el cambio de turno a mi “Elena”, como la quiero llamar. Tmbién es admirable. Su inestimable presencia me alivia tan solo oír su voz. Algo ha cambiado. Hoy la veo pesarosa. Jesús la ha debido de informar de algo aciago. He visto acercarse a la anestesista que me trata hoy, la doctora Amal, que también se ha acercado a valorar mi situación y a coger mi mano. Pero me inquieta y alarma la situación.

Esta mañana Jesús y el resto de los compañeros han intentado pronarme de nuevo, sin éxito. Y de nuevo me han vuelto a colocar boca arriba, ya que debí empeorar. Ha vuelto a entrar Elena, que sigue hablándome en todo momento, pero hoy noto que le tiembla la voz, es más tenue y frágil. Vislumbro, quizá… ¿lágrimas en sus ojos? He oído que han llamado a mi familia para que venga al hospital. Y yo me pregunto, ¿para qué? Si lo tienen prohibido. “No, no puede ser, si detrás del cristal se hallan Alicia y Christian”. Lloran, están desconsolados. Veo que mi hijo se derrumba y arrodilla ante la puerta. Mi mujer lo abraza y las lágrimas corren sin parar por sus mejillas. Ahora sí, veo también a Elena, llorando sin cesar a través del buzo y sus gafas protectoras, y me coge de la mano con una delicadeza tal que me alivia. Me dice “ve en paz. Estamos todos aquí contigo, acompañándote”.

Quizá sea el final. Sí, es el final. Alguna vez tenía que llegar. Aunque me entristece que sea así. Os quiero y admiro a todos. Alicia, por todo el cariño que me brindaste en todos y cada uno de nuestros años juntos. Mi hijo Christian, porque, a través de esta enfermedad he podido vislumbrar la belleza de tu profesión. Y a todos vosotros, todos y cada uno por preocuparos tanto por mí. Os quiero.

Epílogo: Esta historia está basada en personas reales, como Salvador, con una historia de vida por delante; el virus hizo mella y no pudo superar la infección. Esta historia es una oda por todos ellos, los afectados por la COVID-19, que han perdido la vida. ¡Por todo y para todos, siempre seréis el centro de nuestro cuidado! ¡Ni uno más!

Autora: Mª Alicia Zamora Calvo

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