La experiencia de vivir junto a una madre con cáncer

Jueves, 18 de septiembre de 2014

por diariodicen.es

La experiencia de vivir una enfermedad significa vivir microscópicamente cada segundo, cada percepción, cada mirada, cada relación. El cáncer es un desconocido cuando solo se habla de él desde una perspectiva biologicista, muy lejana a la perspectiva vivencial. Los grandes temas como el dolor, la quimioterapia, la radioterapia o el hospital, en lo cotidiano, se transforman en múltiples sorpresas, inquietudes, incertidumbre, miedo, soledad, desconocimiento o desconcierto. Todo ello surge ante la vivencia minuto a minuto de los sucesos que irrumpen en lo cotidiano sin un guión previo ni una orientación personalizada y clara.

La experiencia de enfermar aporta cambios no pensados o no esperados en períodos de salud. El afrontar y gestionar el cáncer genera en el paciente y en las personas de su entorno más próximo un despertar de necesidades, de prioridades, de expectativas quizás inesperadas o desconocidas hasta entonces.

De los aspectos más globales a los particulares, el tiempo se detiene ante la duda, la reflexión o la sorpresa. La enfermedad de nuestra madre fue una lección magistral exquisita que nos permitió revalorar muchos aspectos larvados: la importancia de decir “te quiero”, de saber “quién está a tu lado”, de una sonrisa, de un abrazo. Lo significativo de una mirada, de una llamada, de la disponibilidad absoluta. El valor de ser y estar cuidado, de los silencios y de la palabra justa. El significado de la ternura, de la compasión o del perdón.

Así, durante el itinerario de los dos años con la enfermedad, también adquirieron una especial relevancia el trato y la relación con los profesionales. Las muestras de sensibilidad y de tacto fueron los grandes ejes que marcaron la diferencia entre el “sentirse presente” o el “sentirse un número más” o “invisible”. Aprendimos que en la última etapa de la vida las necesidades espirituales, que no necesariamente religiosas, superan a las tecnológicas, así como “las necesidades humanas” adquieren otras prioridades y sentido.

Esa fue nuestra experiencia y en ella apreciamos a las enfermeras, a los médicos y a los auxiliares que se ocupaban y se preocupaban por el confort de nuestra madre, por su bienestar o por sus sentimientos. Agradecimos un trato humano, no infantilizado. Unas frases tranquilas en un tono bajo, una visita sin traer nada entre las manos, una sonrisa desde la puerta, una mirada cálida. Nuestro reconocimiento para aquellos profesionales que no mostraron prisas en los encuentros, a los que no hablaban con frases hechas, tópicas y sin sentido, a los que respetaron la intimidad y la privacidad en todo momento, así como a los que ofrecieron respuestas directas a nuestras preguntas.

La experiencia de vivir un cáncer es personal y particular. Se sustenta en las creencias, en los valores y en las simbologías­ instauradas en el itinerario vital. El proceso de la enfermedad tiene muchas facetas previsibles en las que los profesionales actúan de manera casi protocolaria, pero la vivencia no está escrita en los manuales, por lo que requiere una actuación reflexiva, humana y sencilla.

Para finalizar, me gustaría aportar una reflexión a la vivencia narrada. La vida es un trayecto que nace y muere de manera anunciada. La comprensión de este fenómeno natural nos puede ayudar, en las diferentes etapas finales, a tamizar el drama y a transformarlo en crecimiento personal: aprender a acompañar implica un profundo respeto al ritmo “del otro”; aprender a despedirse es comprender el sentido del itinerario vital; aprender a cuidar “del otro” en momentos difíciles es algo más que “estar pendiente de”, es “estar” en el sentido más amplio, anticiparse a un movimiento, paliar todo tipo de sufrimiento, leer los silencios.

La experiencia de acompañar a una madre en el último tramo de su vida ha sido una oportunidad de desarrollo personal, familiar y profesional.

Fuente: Guillaumete Olives, Montse. Revista METAS de Enfermería nº 4, mayo 2012

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