Relato enfermero: Enfermera de ala

Viernes, 22 de octubre de 2021

por diariodicen.es

Decían que el año 2020 era el Año Internacional de la Enfermera y la Matrona, pero nadie imaginaba un contexto de pandemia para celebrarlo.

Cuando leí la propuesta de escribir en forma de relato nuestras vivencias de estos meses, no me convenció del todo. De hecho, escribo estas palabras todavía dudando… ¿Lo escribo o no lo escribo? Escribe, inténtalo, ¿por qué no? Probablemente me sirva más como terapia personal que otra cosa. No pretendo hablar por nadie ni representar nada; hablo desde mi experiencia, de cómo viví yo esos días. Hablo desde el miedo y la incertidumbre. Y lo escribo ahora, meses después, en el turno de noche, mientras velamos, mientras cuidamos la noche para que otros puedan descansar. Porque es una lucha que, sabemos, va a continuar durante meses.

Retrocedo a mediados de marzo, cuando el número de ingresos en hospitalización y en unidades de cuidados intensivos subía turno tras turno. En principio, no teníamos positivos en nuestra unidad, pero los sentimientos entre nosotras cada vez estaban más a flor de piel. Había mucho respeto (miedo) por la situación que se nos venía encima. Desconocimiento del virus que en principio era “similar” a una gripe, protocolos cambiantes… El fallecimiento de una de las primeras enfermeras contagiadas lo vivimos con lágrimas de silencio, en un ambiente triste y tenso, donde nadie sacaba el tema a relucir. Todo indicaba que nos estábamos metiendo en la boca del lobo.

Llegó el día en que me tocó cruzar la línea y pasé a formar parte de los muchos sanitarios contagiados. Soy enfermera y trabajo en hospitalización, con pacientes inmunodeprimidos en su mayoría. Ya la víspera empezaba a estar destemplada y con mucho sueño. Rara. El 25 de marzo, de día libre, me levanté con febrícula y muy mal cuerpo. Habíamos tenido contacto con un paciente positivo, así que di parte al hospital y a mi médico de cabecera y me aislé en casa. Al principio solo eran unas décimas, pero poco a poco fueron apareciendo más síntomas: fiebres muy altas durante 12 días que me dejaban sin fuerza siquiera para poder bajar el termómetro, un dolor muy intenso de espalda baja, algo de fatiga sobre todo después de los ataques de tos, mucha diarrea, la famosa ageusia y anosmia, y un cansancio inmenso. Como era de esperar, positivo.

Mis días pasaron lentos, aunque no tengo sensación de que se me hiciesen largos. En realidad, no me acuerdo en qué pasaba las horas: de la cama al sofá y viceversa. Fui una paciente muy impaciente. Con mis miedos. ¿Y si…? Porque parece mentira lo rápido que trabaja la cabeza en situaciones como esta, sin remedio poniéndose en lo peor. Tomé la determinación de dejar de ver y leer las noticias, porque no me ayudaban para nada. Guardé los días de aislamiento y no dejé que nadie viniese a casa. Afortunadamente lo pasé sola, y aunque fue duro, prefería estar así y reducir al máximo la posibilidad de contagiar. Estuve en contacto con familia, compañeros y amigos a través de las videollamadas cuando tenía ganas… ¡Bendita tecnología!

Y la fiebre, que era lo peor me dejaba el cuerpo, como vino, un día se fue. Después de esos 11-12 días empecé a encontrarme mejor. Empecé a tener ganas de leer, de ver alguna serie, incluso de sentarme al piano, para mí la música es otra medicina. Parece que estaba en fase de recuperación, aunque el cansancio y la tristeza seguían estando.

No me sentí ni un día con fuerzas para salir a aplaudir a la ventana; en realidad, no me atrevía. Me quedaba detrás de la cortina escuchando a los vecinos en su ovación de las 20 h, llorando y sintiéndome culpable. Culpable por haberme contagiado aun pensando que había hecho todo bien; por haber podido contagiar a la gente con las que estuve los días anteriores: mi gente, mis compañeros, mis pacientes, mis vecinos… afortunadamente, no fue así; por no poder estar ahí en primera línea junto a mis compañeras.

Lloré día tras día. Tenía miedo de lo que podría pasar. Parecía que no solo afectaba a gente mayor, cada vez se oían más casos de personas jóvenes que requerían de ingresos en cuidados intensivos. Además, no paraba de rondarme en la cabeza el estigma ese de “estar contagiada”, de que señalasen con el dedo, sobre todo viviendo en un pueblo relativamente pequeño como el mío.

Tardé en ser negativo 30 y tantos días y mi estado general era bastante aceptable en comparación con las primeras dos semanas. Pedía y pedía el alta en cada llamada de mi médico de Atención Primaria para poder incorporarme y volver a trabajar. Para dar un poco de tregua a la gente que estaba allí al pie del cañón. Como he dicho, me sentía y me siento culpable por fallar a mis compañeras, por estar casi 40 días de baja, por no estar en esos momentos de ola de ingresos aun sabiendo que hacían falta más manos para seguir sacando el trabajo adelante. Ese tiempo que tardé en ser negativo. Todavía hoy me pesa.

Durante mi baja, el hospital se fue reestructurando y adaptando para asumir más camas para ingresos de COVID-19. Nuestra unidad asumió pacientes de cirugía urológica, y me consta que todos trabajaron cada turno casi sin descanso ni para beber un vaso de agua. Sé que se esforzaron con creces en cuidar con dedicación a un tipo de paciente quirúrgico totalmente desconocido para la mayoría del personal de la unidad.

El momento de la vuelta fue duro. Nuestra unidad pasó a ser un poco policlínica de pacientes “limpios”. Intentamos en todo momento mantener la calma y el buen humor, a pesar de las circunstancias. Hemos hecho equipo. Más si cabe, porque tengo la suerte de trabajar con personas maravillosas que son profesionales de diez. Hemos sudado y seguimos sudando el pijama sin exigir nada a cambio. Seguimos trabajando duro por y para nuestros pacientes.

Por eso me enorgullezco de los colegas de profesión que voy conociendo a través de redes sociales al escuchar sus experiencias. Me enorgullezco enormemente de los compañeros que salen tarde del turno para echar una mano al que entra. Me enorgullezco de las nuevas generaciones que eligen estudiar esta profesión sabiendo, ahora más que nunca, los riesgos a los que estamos expuestos. Somos afortunadas porque hemos elegido la profesión más bonita del mundo. Y no debemos olvidar que nuestro trabajo tiene una importancia capital. Somos enfermeras. Me siento orgullosa de poder participar en el proceso de vida de mis pacientes, cuidando y acompañando a personas hasta sus últimos momentos, si se da el caso.

Durante meses he seguido arrastrando cansancio, algo de ansiedad y apatía. A día de hoy todavía sigo sin gusto ni olfato, aunque resignada si ese el precio tengo que pagar… Impacta leerlo, y es que el CIE ha estimado que, en el mundo, han fallecido más de 1.500 enfermeras por COVID-19, cobrándose más vidas de enfermeras que la Primera Guerra Mundial.

Haciendo balance del año 2020, me niego a pensar que haya sido un año perdido o un año en blanco. Ha sido para la gran mayoría de personas, sanitarios o no, un año de aprendizaje. Un año invertido en cuidar y acompañar a nuestros pacientes. Un año invertido en ser prudentes en nuestras acciones y cuidar a los nuestros. Hemos aprendido una de las lecciones más importantes: la vida es efímera y estamos en este mundo de paso. Debemos contribuir entre todos a dejarlo un poco mejor para las generaciones que vienen.

Lao-Tse dijo en su frase “aquello que para la oruga es el fin del mundo, para el resto del mundo se llama mariposa”. Es tiempo de cambio. Es momento de empoderarnos y hacernos referentes en cuidados. Es momento de continuar, de seguir luchando por nuestros pacientes, de seguir cuidando con entrega e ilusión.

Como colectivo hemos demostrado tener competencias, aptitudes y actitudes suficientes para poder liderar proyectos, para tomar decisiones y participar en otros ámbitos donde la enfermera hasta ahora no tenía lugar. Aunque vengan más olas y el cansancio apriete, continuaremos trabajando como el primer día. Si existe ilusión seguirá mereciendo la pena.

Autora: Irune Lezama Gutiérrez

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