184 días detrás de las paredes

Viernes, 24 de septiembre de 2021

por diariodicen.es

Hoy hace tres semanas comenzó este nuevo viaje. Aún tenemos que terminar de adaptarnos, pero ya vamos conociendo poco a poco a los pacientes. Todavía recuerdo los primeros días, con los nervios a flor de piel. Nervios ya conocidos en mi cuerpo, los siento cada vez que empiezo un nuevo rotatorio, una nueva unidad, nuevos enfermeros, de los que aprenderé cosas que recordaré siempre, y sobre todo, nuevos pacientes, que se acabarán convirtiendo en especiales para mí.

Cuando llegamos, las enfermeras nos acogieron como una más, nos explicaron quién había detrás de cada habitación, sus dolencias y por qué estaban ahí. Muchos de ellos eran postCOVID: había llegado a pasar 90 días en la UCI.

La mañana siguiente apenas recordaba sus nombres, así que me tocaba ir conociéndolos poco a poco. Me puse, como cada principio de turno, la bata, los guantes y la pantalla, y empecé la ronda por todas las habitaciones. Entro en la primera habitación, 101. Apenas puedo sostener el manguito de la tensión de los nervios que tengo. El paciente me sonríe.

– ¿Eres nueva?

-Sí, es mi primer día aquí. Estoy aprendiendo.

Su sonrisa me tranquilizó, continué por el resto de las habitaciones. Según iba saliendo de cada una de ellas intentaba memorizar sus nombres.

Llegué a la mitad del pasillo. Antes de entrar a la 108, cogí el papel donde venían los nombres.

-Buenos días, Lucía ¿qué tal la noche? Voy a tomarle la tensión.

-Buenos días, bien, aunque un poco mareada. ¿Tú qué tal?

Esta pregunta me hizo sentir persona. Suena raro, pero Lucía, a la que le había dado un ictus hace 37 días y tenía una hemiplejia izquierda, me miró a los ojos y consiguió darme el mejor momento del día.

Y ya por fin llegué a la última cama, era un hombre de unos 49 años. No me acordaba de él. Juraría que el día anterior, Ana, la enfermera, no me lo había presentado; y así es, era un traslado del Río Hortega. Venía de la unidad de quemados y había llegado la tarde anterior. Me presenté, él hizo lo mismo. Me resultó algo serio, pero, claro, eran las 8 de la mañana, se acababa de despertar, y además, tampoco podía esperar que todos fuesen igual de simpáticos.

Una vez acabada la ronda, me quité la vestimenta. Estaba deseándolo. Ana y yo fuimos a la sala de medicación y preparamos el carrito de curas.

-Pedro, el paciente de la 114, ¿es nuevo verdad? ¿Qué le ha pasado?

-Es un traslado, se quemó todo el cuerpo hace ocho meses. Apenas puede moverse.

Siguió preparando el resto del material mientras me explicaba, un poco por encima, cada una de las úlceras, unas más avanzadas que otras.
Dejamos para el final la cura de Pedro, ya que era la que más tiempo llevaba. Había que ir curando y vendando cada una de sus heridas de forma muy delicada, ya que cualquier roce le molestaba.

Ahora estaba más amable. Ya eran las 10 de la mañana, y nos empezó a dar conversación. No sé cómo, acabamos llegando a la historia de su accidente. Se me quedó grabada, nunca había oído en primera persona algo así. Ocurrió una mañana de marzo, yendo a su pueblo, Tudela de Duero. Allí, como cada día, comía con su padre, y pasaban el resto del día juntos. A mitad de viaje se acordó de parar en una gasolinera, necesitaba gasolina para la motosierra de su padre. Tenía que podar los arbustos de su jardín, ya que, a sus 83 años, apenas tenía agilidad para ello. Siguió su camino hacia Tudela. Al llegar, se encontró una sorpresa. Su hermana, con la que hacía años que no hablaba, se encontraba allí con su sobrino, al que apenas reconocía de lo mayor que estaba, para pasar el día juntos. En ese momento se le olvidaron todas las razones por las que ya no se veía con su familia. Decidió disfrutar de ese día como nunca, tenía una extraña sensación, pero ni se imaginaba cómo terminaría el día.

Por la mañana estuvieron dando un paseo por el bosque. Pedro, a lo largo de su vida, se ha dedicado a diferentes cosas relacionadas con el campo, por lo que conoce muy bien la zona; podía guiar a su sobrino y enseñarle los secretos que escondía la zona. Terminada la caminata junto a su sobrino, llegaron a casa, su hermana les había preparado su comida favorita, paella.

Después de comer Pedro se puso manos a la obra, quería dejar perfecto el jardín de su padre, así que cogió la motosierra, y, junto a su sobrino, se puso a ello. La rellenó con la garrafa que había comprado. Pero no debió calcular bien la cantidad. Aún les quedaba la mitad de trabajo. Y la motosierra no daba más de sí. Le preguntó a su sobrino si se podía acercar al garaje para mirar si quedaba algo de gasolina en la estantería. Pedro aprovechó esta pausa para fumarse un cigarrillo. Llegó su sobrino con la garrafa a medias. Se la dio para poder seguir. En ese momento, vio cómo al caer el cigarro de su boca una gran llama le cubría el cuerpo entero. Saltó al suelo y se protegió como pudo, pero era demasiado tarde, Cayó en un sueño profundo que no sabía cómo iba a acabar.

Nos contó que lo siguiente que recuerda es que se despertó en la Unidad de Quemados del Hospital Río Hortega, con quemaduras de cuarto grado. Apenas podía mover el cuerpo, sentía cómo le ardía cada milímetro de piel.

Para Pedro, a pesar de llevar meses de un hospital a otro, con heridas que apenas mejoran y curas interminables de las que salimos con la espalda rota cada vez que entramos en su habitación, este accidente fue como nacer de nuevo. A partir de ese momento se dio cuenta de cómo la vida, en solo unos segundos, por una pequeña decisión, puede dar un giro de 180 grados.

No sabe qué será de él cuando acabe este largo camino, si volverá a trabajar, si podrá ver a su padre, ingresado hace unas semanas en una residencia. Lo que sí sabe es que, le quede lo que le quede de vida, tiene que disfrutar y ver con otra perspectiva. Cada vez que le cambian de compañero es como un regalo para él. Gente nueva a la que quizá pueda hacer mejor o le haga mejor a él.

Salí impactada de su habitación. Cuando entré, sentía una pena increíble por su situación y por el futuro que le espera a raíz de esto. Pero me dio una lección de vida que nunca olvidaré.

Cada una de las personas que hay detrás de esas patologías ha conseguido darme una lección con su sonrisa cada mañana, sus buenos días o cuando deciden desahogarse contigo y llorar desconsoladamente porque en ese momento no tienen a nadie más. Hoy, tres semanas después, no soy la misma que cuando empezó. Ahora soy yo y un corazón lleno de historias de las que me guardo un pedazo en mi interior. Esos nervios del primer día se han convertido en cariño. Y espero que ellos también guarden algo de mí en su corazón.

Autoras: Claudia Victoria Bascones Moroso y Lola Liniers Palencia

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Estudiante en prácitcas, Relato, Relato enfermero

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