Crisálidas en pandemia

Viernes, 19 de noviembre de 2021

por diariodicen.es

Ha pasado tiempo desde aquel domingo por la tarde del mes de marzo. Mónica y yo nos tomábamos unas cervezas en el Rolling mientras esperábamos nuestro turno. Somos amigas desde hace ocho años, y hará tres comenzamos a tocar la guitarra eléctrica; la escuela que nos imparte las clases organiza una jam en el bar americano de mi marido. Allí tocamos las canciones que nos hemos preparado y estudiado a lo largo del último mes. Como siempre, esos nervios en el estómago antes de subir al escenario, esas miradas cómplices entre mi amiga y yo. Pero aquel día todo aquello se vio eclipsado por las noticias que llegaban a través del WhatsApp. Entonces no podíamos sospechar que aquella sería nuestra última jam.

Soy enfermera desde hace 21 años. Los últimos 11 los he pasado trabajando en la UCI, es mi pasión. El 8 de marzo de 2020 comenzó la pandemia para mí. A través del grupo de WhatsApp del trabajo llegó la noticia del primer ingreso por COVID-19 en nuestra UCI, lo cual llevó aparejado que 21 compañeras fueran retiradas en cuarentena por un contacto estrecho con la paciente sin la debida protección. De repente, el caos. Lo que viví aquella primera noche fue un aperitivo de lo que nos esperaba los próximos meses. Después de aquel día ya nada volvió a ser lo mismo.

Aquel primer caso nos pilló por sorpresa a todos, el coronavirus era algo tan lejano que bromeábamos con que pudiera llegar a nuestro pequeño pueblecito manchego. Pero llegó. Y lo hizo con una fuerza que en pocos días dejó nuestro hospital de casi 300 camas anegado por un tsunami que no pudimos asumir. Un ataque tan brutal que hubimos de soportar con una plantilla mermada de personal especializado en cuidados intensivos, enfrentándonos a un enemigo totalmente desconocido del que solo conocíamos su virulencia.

Mi UCI duplicó sus camas en tiempo récord; posteriormente, las cuadruplicó. Era casi imposible encontrar algún compañero veterano en el turno. ¡Qué digo veterano! En ocasiones ninguno tan siquiera conocido.
La tarde que abrimos la tercera UCI tuve la suerte de compartir turno con mi compañera Gema. Llegamos allí a las 15 h. Aquello era la zona de la que habitualmente entraban y salían los pacientes de cirugía menor sin ingreso. Esa tarde debía convertirse en UCI. No teníamos un almacén con material específico de críticos, a penas disponíamos de medicación y los ventiladores eran muy antiguos (los habían traído de quirófano). Recuerdo que entró por la puerta un paciente. Empujaban la cama dos personas. No las reconocí, dejaron allí al paciente y se marcharon a toda prisa.

“¡¿Dónde están los intensivistas?!”, pude alcanzar a gritarles. No hubo respuesta. Nuestro paciente se desaturaba a marchas rápidas. Insistimos en el busca de intensivos. No podían atendernos, estaban intubando varios pacientes. Se hipotensa, se nos va, el ventilador pita insistente. En ese momento soy consciente de que debo tomar la iniciativa y comienzo a poner en práctica lo que me ha enseñado la experiencia de los últimos años. 15mgr de midazolam y media ampolla de fentanest, retoco los parámetros del respirador y manejamos aminas, sonda vesical, sonda nasogástrica, catéter arterial y vía central de acceso periférico. Sigue desadaptado, necesita relajación. Por suerte aparece por la puerta un médico y se une a nosotras. En ese momento miro a los ojos a mi paciente y me doy cuenta de que lo conozco desde que iba al instituto, me ha visto crecer en su bar, pues era el lugar de reunión de nuestro grupo de amigos. No hay tiempo para sentimentalismos, otro celador irrumpe por la puerta con un nuevo paciente. Pasan las horas sin apenas poder cruzar palabra entre Gema y yo. Siete horas más tarde salimos empapadas en sudor, nos retiramos el EPI con tanto cuidado como miedo y bebemos una botella de agua en el estar. Nos miramos a los ojos y sabemos lo que queremos decirnos, pero pocas palabras salen por nuestra boca. Estamos agotadas.

Ahora, casi un año después, hemos normalizado el uso del EPI, pero aquellos primeros turnos te faltaba el aire, el intenso calor provocaba una sensación de mareo constante, te apretaban las gafas, la mascarilla hacía heridas, hiperventilabas los primeros minutos hasta que conseguías calmarte… Y es que el miedo es un sentimiento humano, y nosotras las enfermeras somos humanas, no heroínas.

La situación en el hospital llegó a ser muy dramática, alcanzando números de ingresos superiores a los de hospitales de capital de provincia. Recuerdo que una compañera, que se encontraba en cuarentena en casa, contaba que por la ventana de su habitación veía una avenida y que era habitual ver “procesionar” los vehículos de la funeraria, uno tras otro. Durante todo el día. Igual sucedía en mi casa. El sonido de los helicópteros yendo y viniendo incluso a altas horas de la noche era abrumador. Aún se me eriza el vello al recordarlo.

Nunca te acostumbras a mirar a los ojos a la muerte, mucho menos si a quien quiere llevarse es una persona joven que tiene toda una vida por delante. Este virus se ha llevado muchas vidas y parte de la salud mental de los sanitarios que hemos estado en primera línea. Ves cómo mueren mayores, jóvenes, compañeros y sientes miedo porque no sabes si tu nombre será el próximo en aparecer en las noticias. Pero a pesar del miedo sigues adelante y tomas la mano de tu paciente hasta su último suspiro porque sabes que eres su única familia.

A este miedo se suma la culpa, me sentía tremendamente culpable de ser la potencial portadora del virus a casa, que mis hijos pudieran contagiarse me machacaba. Cada día, tras salir del hospital, me quitaba la ropa en el rellano de mi piso, mi marido descontaminaba los zapatos con lejía y pasaba directa al baño, el llanto bajo el agua de la ducha hirviendo se convertía en una tirita para el alma. Y solo entonces corría a abrazar a mis niños y a mi marido. Turno tras turno, día tras día, mes tras mes. Allá lejos quedaron los aplausos que tanto empuje nos dieron, el Resitiré que me daba tanto subidón cada tarde a las 20…

Paralela a esta historia, viví en mi trabajo El sueño de la crisálida. Vanessa Monfort relata muy bien en su libro lo que he vivido los últimos años debido a una relación laboral tóxica. Hace cinco meses me convertí en mariposa y decidí volar libre, cerrar una etapa que he vivido de manera muy apasionante, los cuidados intensivos, y que ha culminado con la pandemia. Cerré aquella puerta liberándome del verdugo que apagaba mi luz con porte altivo, he podido demostrarme que soy capaz de todo. Ahora estoy en un nuevo destino, con nuevos compañeros y muchos proyectos. Miro atrás y me siento orgullosa de mis compañeras y de mí misma, de lo que hicimos en la primera ola y de lo que siguen haciendo a día de hoy. Admiro su fortaleza, su dedicación y su humanidad. ¿El verdugo? Ahora pienso con más claridad y entiendo que su maldad no es más que consecuencia de su frustración. Me siento feliz de haber escapado de su yugo.

Los primeros meses quizá no pudimos dar los cuidados exquisitos a los que estamos habituados en la UC. Al principio lo intentaba desesperadamente y no alcanzar esa perfección me hacía sentir una gran frustración además de una desagradable sensación de no estar trabajando bien. Las familias desaparecieron de las UCI, la música, los libros… ¿Dónde fue a parar la humanización? En plena vorágine ofrecimos a las familias un correo al que podían enviarnos fotos, cartas, postales de devoción… También empezamos a hacer videollamadas… Pero todo eso me parecían migajas. Como escribió Tolstoi en Anna Karenina: “Si buscas la perfección nunca estarás contento”.

Hoy echo la mirada a atrás y me doy cuenta de cuánto bien hicimos, de cuánta compañía ofrecimos, ningún paciente comenzó su último viaje sin sentir una mano junto a la suya. Hemos vivido y vivimos una experiencia sin precedente en la sociedad actual, lo hicimos lo mejor que pudimos hacerlo. En los peores momentos tenemos la oportunidad de crecer más que nunca, aprendiendo del dolor ajeno, de la solidaridad de grupo y de la fortaleza de uno mismo. No fuimos ni somos héroes ni heroínas, somos enfermeras, TCAE, médicos, celadores, técnicos… Somos sanitarios viviendo una pandemia.

Autora: Virginia Soto Barrera

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COVID-19, enfermera, pandemia, Relato enfermero

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